El sueño de los justicieros
Cuando llegué a su celda, en la Cárcel Modelo de Bogotá, Marcos*
me mostró una figura de León de Greiff que estaba pintando en esos días; “fue
uno de los que guardó la espada de Bolívar, cuando el M-19 la tenía”, me dijo
más tarde. A esa misma hora, en el Auditorio León de Greiff de la Universidad
Nacional, las caricaturas de Marcos estaban expuestas para un amplio público.
Entendí la insinuación: quería instalarse en nuestra conversación como un artista,
no como un preso.
Marcos se había negado a hablar
conmigo en la capilla de la cárcel, como lo sugirieron los funcionarios que
facilitaron nuestro encuentro. “En mi celda”, dijo. O más bien ordenó, por el
tono en que lo propuso. Mérida, la educadora encargada de “ubicarme”, me miró
como esperando alguna señal de negativa. Le respondí con un gesto de suficiencia.
Así fue como nos adentramos por escaleras, pasillos oscuros, una salita con una
mesa de billar, más pasillos. Algunas ventanas opacas. Miré a través de una de
ellas. Daban a un patio asfixiado en donde había una estatua del Divino Niño y decenas
de papelitos doblados a su alrededor, como una nube de basura blanca. Eran las
peticiones de los internos. Acostumbran a poner por escrito sus promesas al
Altísimo y dejarlas ahí, a ver si algún día las atiende.
“Vamos”, me dijo Mérida,
cuando vio que me rezagaba. Caminamos otro pequeño tramo en medio de un
silencio implacable, hasta que llegamos a la celda de Marcos. La educadora me
miró insegura y tratando de romper el hielo, antes de irse, me tomó por el
brazo y dijo para que la oyeran: “Bueno, aquí la dejo en malas manos”… Nadie
rió. “¿Sí trajo su cinturón de castidad?”, agregó, como tratando de probar su sentido
del humor. Yo me reí con angustia mientras me sonrojaba, al advertir alguna vergüenza
en la expresión de Marcos, que permanecía en silencio al frente de su celda.
Marcos tenía ojos nocturnos y ademanes de catedrático. Era sereno,
dulce, inteligente; emergía de silencios profundos con un gesto de sabiduría y
de tristeza para decirme más de lo que yo podía creerle. En su celda había
pinturas pegadas en la pared, un pequeño estante con libros y una sensación de
calidez que resultaba inquietante descifrar. La cama donde dormía era un bloque
de cemento empotrado en una de las paredes, con un colchón suave y una colcha tejida
a mano. Todo olía a tabaco. Íbamos por el segundo cigarrillo cuando él y su
amigo Fernando, que se había unido a la reunión, me ofrecieron tinto. “¿O un
whisky?”, preguntaron. Querían ser amables.
Estábamos en una de las zonas V.I.P. de La Modelo: el ala norte,
donde los internos tenían celdas y no estaban obligados a dormir en los
pasillos. Ya en ese entonces, el hacinamiento era extremo. La cárcel alojaba
unas 3.000 personas más de las que le cabían, dadas las limitaciones de su
arquitectura y del sentido común. Una celda de unos 2 metros de largo, por algo
así como metro y medio de ancho, costaba cinco millones de pesos en aquella época.
Uno de los metros cuadrados más caros del país. Cuando el preso salía en
libertad vendía su celda y así tenía un pequeño capital para iniciar su nueva
vida.
Al principio hablamos de su infancia, de su primera pintura:
“Fue un Cristo, un Sagrado Corazón de Jesús”, me dijo Marcos sin mirarme a los
ojos. “Ese dibujo lo hice para mi Primera Comunión, a los siete años… En el colegio
quedaron sorprendidos. Dijeron que como premio me iban a dar un poema de Rubén
Darío para que lo declamara en público… Ese poema de ‘Colombia es una tierra de
leones’... Y me pusieron a izar bandera. Ese lunes, primero me pasaron por
todos los salones mostrando el dibujo; después vino la formación, la revisión,
la izada de bandera... Y luego: ‘El alumno Marcos va a declamar…’ Y yo me acuerdo que decía: ‘Colombia es una
tierra de leones...’ y ahí quedaba... ¡No
recordaba nada más!… ¡Estaba bloqueado! ¡Completamente bloqueado! Yo repetía y
repetía y... nada… No pude. No pude
declamar y de eso me quedó como un trauma”...
A Nicaragua, la tierra de
Rubén Darío, fue a parar mucho tiempo después. Allí trabajó como periodista y
caricaturista en el “Nuevo Diario”, un periódico que representaba la línea
reformista del sandinismo, encabezada por Sergio Ramírez; eran las épocas en
que Violeta Chamorro comenzaba a puntualizar la marcha atrás de la revolución. Allá
pudo desplegar su creatividad y perfilar un estilo propio para sus dibujos. Ingresó
a ese país, según pude establecer mucho tiempo después, con una cédula
guatemalteca y una identidad falsa. El seudónimo con el que firmaba sus
trabajos era “Marcos”: el mismo que utilizaba en su vida clandestina como
guerrillero del M-19. El mismo nombre que años después se convertiría en un extravagante
indicio en su contra.
Al M-19 había ingresado en
Cali, su ciudad natal, porque lo sedujo el imponente movimiento estudiantil del
colegio Santa Librada, en los años 70. Fue reclutado por uno de sus profesores,
Elvencio Ruiz, y la compañera de éste, Carmenza Cardona. El primero moriría en
1985, como jefe militar del comando que asaltó el Palacio de Justicia. La
segunda se inmortalizó como “La Chiqui”, durante la toma de la Embajada
Dominicana, en 1981.
Marcos se sumó a ese grupo
guerrillero por motivos que no hizo explícitos del todo. Su ingreso coincidió
con la etapa épica del M-19: una época en la que el país pensaba que eran solo un
grupo de estudiantes románticos y osados. “Para el M-19 nunca fueron demasiado
importantes las armas. La idea era realizar operativos lo más ‘limpios’ posible:
sin violencia. El tiempo en el que yo estuve vinculado en la parte militar, fue
un periodo de mucha audacia en la operación; eso permitía que no se diera la
confrontación directa. O sea, lo que hacíamos era tomar carros de leche,
repartirla entre la gente y ese tipo de acciones... Un poco la vaina de Robin
Hood… Eso nos acercó mucho a la gente; sentía uno el abrazo, el cariño... Uno
iba a un barrio con un carro de leche, o juguetes o lo que se fuera a repartir
y la gente se le ponía muy feliz... Se quedaba uno con el recuerdo del beso,
del abrazo...”
Marcos cayó preso poco
después de haber emprendido su vida guerrillera. Tenía 19 años cuando fue
capturado y procesado en el Consejo de Guerra que el presidente Turbay Ayala le
siguió a gran parte de la cúpula del M-19, en La Picota de Bogotá. Corría 1979.
En esa cárcel duró dos
años y cuando salió, como ya estaba “quemado”, se le ordenó irse de Colombia para
colaborar en las actividades internacionales del movimiento. En esa larga correría
pasó por muchos lugares y fue a dar a Nicaragua, de donde regresó cuando se
acordó la concentración en Santo Domingo, Cauca, con miras a la entrega de
armas y desmovilización definitiva del M-19. Once años después, y preso en La
Modelo, aun seguía defendiendo ese proceso de paz: “Soy un convencido de que la
decisión de entregar las armas fue acertadísima. La guerra degrada, la guerra
es horrible. La guerra produce ceguera, la guerra produce asesinatos, la guerra
produce mentiras. La mentira es base fundamental de la guerra. Todas las
fuerzas que están involucradas tienen que mentir; mienten en la victoria,
mienten en la justificación de esa guerra. El eme la vivió y aprendió”, me dijo
Marcos y levantó los brazos, como si se dirigiera a una tribuna pública.
La militancia política
había inhibido su actividad artística: “Siempre quise ser artista, pero el
activismo es arrasador. Cuando empecé en la militancia estaba apenas en un proceso
de formación en el arte. No había todavía un buen manejo de la técnica y no
había claridad para tomar la decisión de ser artista. En esa época dedicarme al
arte era como un acto de cobardía.” Pero
una vez entregadas las armas e iniciado el proceso de vida política legal del
M-19, Marcos asumió una nueva postura: “Yo me planteo: ¿cuál va a ser mi respuesta
a toda la gente que creyó en el M-19? No
quería hacer una carrera política dentro de la Alianza Democrática, sobre todo
después de que mataron a Carlos (Pizarro) con quien fuimos grandes amigos y
tuvimos una relación muy chévere. Entonces, con otros compañeros que vivían en
Cali, creamos una fundación en la que la idea fundamental era rescatar la
tolerancia en los espacios públicos a través del arte. Eran momentos en que
Cali estaba viviendo una situación extremadamente dura, por la presencia de la
muerte en todos los rincones de la ciudad. La propuesta era ir sensibilizando a
la gente para que valorara la vida... Y queríamos, y quiero, hacer un carnaval
propio, el Carnaval Internacional del Pacífico...”
De Nicaragua viene un vuelo cargado de…
La historia de Marcos adopta en este
punto un giro radical. De ser un guerrillero desmovilizado que buscaba
emprender una nueva forma de vida, se convirtió en el protagonista de hechos
sobrecogedores. Frente a lo ocurrido en ese 1995, cuando cayó preso por segunda
y última vez en su vida, hay una serie de versiones confusas, contradictorias,
que aún hoy en día no se han aclarado del todo.
Según Marcos, hacia
mediados de ese año recibió una llamada de Nicaragua en la que un amigo suyo de
apellido Alemán, que manejaba negocios de arte, le pidió alojar a un sandinista
que venía para Colombia. Marcos no preguntó mucho. Le bastó con saber que era
un sandinista, un piloto que venía “por debajo de cuerdas”, a recibir una instrucción
en aviación para acreditarse en su profesión. “¿Por qué ‘por debajo de cuerdas’?”,
le pregunté. “Porque si le daban una instrucción, digamos, formal, a él le
salía mucho más cara; por eso a través de algunos contactos le iban a dar la
capacitación y la acreditación que necesitaba, cobrándole mucho menos”, me
respondió él, esta vez mirándome de frente.
Marcos insistía en que se
había limitado a abrirle las puertas de
su casa al “Nica” y a atenderlo de la mejor forma posible. El piloto se quedó un
corto tiempo y luego se marchó, sin despedirse. Sorprendido, Marcos llamó a
Nicaragua, pero nadie allí supo darle razón del sandinista. Poco tiempo después,
llegaron a su casa los servicios de seguridad del Estado, le hicieron un
allanamiento y lo detuvieron a él y a un primo suyo. La acusación: secuestro. La
supuesta víctima: el piloto nicaragüense que él había alojado en su casa.
Desde el principio, a Marcos
no lo sorprendió la gravedad de la acusación sino lo absurdo de la misma. Desvirtuar
ese delito era relativamente fácil. Los vecinos no sólo habían visto entrar y
salir con plena libertad al piloto nicaragüense, sino que también lo habían
invitado a fiestas y actividades sociales.
Por fin, las pruebas
acopiadas demostraron que la acusación de secuestro era insostenible. Sin
embargo, vino lo peor: “Determina la fiscalía pues que sí, que definitivamente
la acusación no era válida. Pero el piloto hizo nuevas acusaciones: dijo que yo
era miembro del Frente Zapatista de Liberación Nacional; que con ese grupo y
algunos contactos de Nicaragua lo habíamos incitado, a través de engaños, a tomar
un avión que iba para México; que luego yo había ordenado el desvío de ese
avión hacia Colombia; que una vez aquí, en Colombia, yo le había cambiado la
matrícula al avión y lo había secuestrado a él...”
Dado que el Frente
Zapatista de Liberación Nacional es un grupo insurgente que no opera en
Colombia, Marcos fue acusado de desvío de aeronave y por ahí derecho de terrorismo
internacional, “los delitos más estigmatizados que hay”... Ya hacía siete años
de eso cuando hablé con él en la cárcel Modelo, y todavía mantenía su condición
de sindicado.
Había un conjunto de
elementos que operaban como indicios en contra de Marcos. Él había pertenecido
a un grupo guerrillero, por lo que sus nexos con los zapatistas no eran
descartables. Además, empleaba el nombre Marcos para firmar sus caricaturas y,
para las autoridades, esto sugería una conexión con el “Subcomandante Marcos”,
líder del Frente Zapatista en México. Todo era sospechoso y por eso se le mantuvo
privado de la libertad.
En la cárcel se dedicó
obstinadamente a pintar en lo que él no sabía si definir como “figurativo-abstracto”
o “abstracto-figurativo”. En sus telas sobresalía un magnífico manejo del color “evocando las macetas de mi niñez”. “¿Macetas?”
“Sí. Las macetas son una estructura de balso en la que se ubican los confites,
el mecato caleño. Por eso están llenas de color”. Confesó que lograba los tonos
de los colores con gran dificultad, porque en la cárcel las ventanas son de una
mezquindad apenas razonable. La luz natural es un lujo exótico.
Marcos se reconocía influenciado por Roberto
Matta, el pintor chileno, y por Wilfredo Lamb, el cubano. En caricatura, además
de la marca dejada por sus maestros, Carlos Duplat y Linares, encontraba
identidad con John Dix, un caricaturista alemán. Le gustaba pintar relojes y
toros. También caballos y cometas. Yo veía en su obra un aire a Dalí, pero Marcos se declaraba expresionista. Admiraba
el Renacimiento y lo consideraba el referente histórico más próximo, guardando
las proporciones, a la actualidad artística: “hay que volver a unir ciencia y
arte”, decía. Le gustaba trabajar con pastel, carboncillo y oleo.
En óleo estaba preparando
una pintura para exponerla en la Alianza Colombo Francesa, cuando hubo requisa
general en La Modelo. En esos casos nunca se avisa con anticipación;
sencillamente se da la orden de salir de las celdas, se agrupa a los presos en
los patios y se procede a inspeccionar. La pintura todavía estaba fresca y Marcos
solo alcanzó a poner un letrero de emergencia para la guardia; en la parte de
arriba escribió: “CUIDADO, ESTOY ARMADO”; y en la parte de abajo completó el
mensaje: “DE VOLUNTAD”. Cuando volvió a su celda encontró la pintura completamente
estropeada. Se sonrió. Se sonreía todavía cuando lo contaba; ya le había pasado
antes y terminó por sacarle provecho. El guardián no sabía que su agresividad
con la obra, convirtió la pintura inédita en un “happening”, una modalidad de
exposición en la que el público completa el significado de la obra.
Y llegó el Salvador…
Nuestra primera conversación terminó
con un almuerzo ligero: una ensalada de frutas, con un queso milenario,
comprada en uno de los “caspetes” de la prisión. Fernando, un administrador
público que estaba preso por estafa, nos acompañó casi todo el tiempo. Me observaba
con curiosidad y validaba con la cabeza la narración que Marcos desgranaba.
Antes de irme le hice la
pregunta obligada: “¿Por qué habiéndole ofrecido tu hospitalidad a ese señor,
él termina acusándote de secuestro?” “Porque está loco”, me respondió con un gesto
sombrío. “¡Vaya!”, pensé yo. “Definitivamente es cierto lo que dicen: en la
cárcel todos son inocentes”.
Sobre esa laguna de
imprecisiones nos despedimos. De beso. “Gracias por el milagro”, me dijo
mientras avanzábamos hacia la salida. Me sorprendí. “Mérida, la educadora,
nunca había subido hasta las celdas. Ella nunca sale del área educativa. Hoy le
tocó porque estaba preocupada por tu castidad.” Los dos reímos.
Durante sucesivos encuentros con Marcos
fui enterándome de varios datos sobre su acusador. La primera sorpresa fue
saber que Roberto Salvador Mayorga, el dichoso piloto nicaragüense, también
estaba preso en La Modelo. “Modelaba” en el ala sur, donde ubicaban a los
paramilitares. La situación era genuinamente perversa.
Nunca logré hablar con
Salvador, pero pude conocer los pormenores de su historia a través de documentos
legales y periodísticos. Acercándome a este personaje pude comprobar que toda
esta historia era aún más enrevesada de lo que parecía.
A Salvador Mayorga lo
describe la prensa como un hombre “moreno, robusto, con un bigote al estilo
Javier Solís” y que lucía el pintoresco tatuaje de una hoja de marihuana en su
antebrazo. Sus compañeros de patio lo llamaban “Nicaragua”.
La historia que lo unía Marcos comienza
con una avioneta Cessna Grand Caravan modelo
208, monomotor; para más señas, blanca, matrícula YN-CED y adscrita a la
aerolínea “La Costeña”. Su propietario era un hombre llamado Alfredo Caballero,
quien en el pasado había sido sindicado por tráfico de narcóticos y lavado de
dólares en Estados Unidos.
El episodio comienza cuando la aeronave
fue rentada por la firma “Centro Nacional de Estudios de la Naturaleza”,
supuestamente para realizar un recorrido de turismo ecológico y de estudio
científico sobre el Río San Juan y el Lago de Granada, cerca de la Costa Atlántica
nicaragüense.
La nave despegó el 30 de julio de 1995 a
las 7 de la mañana, desde el Aeropuerto Internacional de Managua; al mando
estaba el Capitán Andrés Avelino Narváez. Unos minutos más tarde, la avioneta
hizo una escala en el aeropuerto La Paloma de la Isla Ometepe, en el Lago de
Nicaragua. Allí la abordó Roberto Salvador Mayorga. Es en este punto donde se
fraguan los misterios más grandes de toda esta historia.
Lo cierto es que seis horas después de
su despegue, las autoridades aeronáuticas reportaron la nave como desaparecida.
Los primeros en dar la alerta fueron
algunos radioaficionados y la noticia fue confirmada luego por los operadores
de radar. Seis días más tarde fue encontrado en Colombia el cadáver del Capitán
Narváez, piloto de la nave, con tres impactos de arma de fuego en su cuerpo. Y
la aeronave apareció tres días después en una pista cercana a Villavicencio.
El tema de la avioneta perdida saltó a
las primeras páginas de los diarios colombianos y nicaragüenses, luego de que
se filtró una información según la cual uno de los pasajeros de ese vuelo era
nada más ni nada menos que Miguel Rodríguez Orejuela, el narcotraficante del
Cartel de Cali más buscado de Colombia en aquellos años.
¿Qué había sucedido realmente?
Salvador Mayorga entregó dos
declaraciones iniciales a las autoridades, en 1995. La primera se produjo el 28
de septiembre, ante el Consulado de Nicaragua en Cali y la repitió pocas horas
después ante la Coordinación de Extranjería del DAS de la misma ciudad. Era un
relato voluntario, que quedó consignado en un manuscrito. La segunda fue un
testimonio jurado, que presentó el 1 de octubre ante la Unidad Investigativa de
la Policía Judicial, Seccional del DAS Valle del Cauca.
En la primera declaración dijo que todo
había comenzado cuando Marcos se había ofrecido para ayudarle a conseguir un
trabajo como piloto en Colombia. Aparentemente, él había aceptado porque ya
llevaba desempleado más de cinco años. Agregó que Marcos le había pagado, de su
propio bolsillo, una costosa capacitación de “refrescamiento”, algo así como
una actualización, en la Escuela aeronáutica “Los Brasiles” (Nicaragua).
También declaró que le había presentado a unos amigos mexicanos, que se
identificaron como miembros del Ejército Zapatista de Liberación Nacional
–EZLN-, y a un señor de nombre Saúl o Andrés, quien sería el contacto para
vincularlo laboralmente en Colombia.
Mayorga prosigue su relato indicando que
un buen día Marcos lo buscó para que participara en un vuelo, pero le hizo una
extraña advertencia: no podía salir de su casa hasta el día del despegue.
Llegada la fecha, se presentó con un grupo de mexicanos y todos juntos viajaron
hasta el Puerto de San Jorge, en donde pasaron la noche. Al día siguiente
cruzaron hasta la Isla de Ometepe, en una lancha alquilada. Una vez allí fueron
al aeropuerto de La Paloma para encontrarse con el Capitán Narváez. No bien se
habían saludado cuando Marcos y los mexicanos les pidieron abordar la nave y
les entregaron un termo con hielo y gaseosas. Una vez dentro de la avioneta, Mayorga
dice que vio a un extraño hombre, “bajo, blanco, canoso”, de unos cincuenta
años, vestido de jeans y que usaba anteojos oscuros con marco de carey.
La avioneta despegó y, pocos minutos más
tarde, a eso de las 8.20 de la mañana, el hombre de anteojos oscuros tomó el
control de la aeronave y les ordenó desviar el vuelo hacia Colombia. Salvador
Mayorga aseguró que este misterioso sujeto era el narcotraficante Miguel
Rodríguez Orejuela. Mencionó, así mismo, que otro de los pasajeros era Helmer
Herrera, alias “Pacho”, uno de los lugartenientes del capo.
La avioneta habría aterrizado horas
después en Girardot y desde allí, por indicación de Marcos, Salvador Mayorga se
habría trasladado a una casa en Bogotá. Dice que luego Marcos le ofreció 20 mil
dólares para que viajara con droga en el estómago rumbo a Jamaica, pero él no aceptó.
Finalmente ambos viajaron a Cali en un vuelo de AVIANCA, y una vez en esa ciudad
fue retenido contra su voluntad hasta el momento en que logró escapar y se
presentó ante el Consulado de su país, para contar lo sucedido y pedir protección.
En la segunda versión de
Salvador Mayorga, esta vez juramentada, hizo algunos cambios a su relato
inicial. Ya no señaló a Marcos como la persona que lo contactó en Nicaragua
cuando estaba buscando trabajo, sino a otro sujeto “de nombre o apellido
Alemán”. Además, involucró a un nuevo protagonista: Jorge Guerrero. Aseguró que
era el cómplice de Marcos, y que ellos dos habían sido los autores
intelectuales de toda la operación. Jorge Guerrero, alias “El Cuervo”, era un
personaje muy conocido en Nicaragua por haber sido el jefe de seguridad del
entonces ex presidente Daniel Ortega.
Las autoridades y la
prensa dieron total credibilidad a las primeras declaraciones de Mayorga. En
Managua se dictó orden de captura contra Jorge Guerrero, el supuesto cómplice
de Marcos. La policía de ese país envió al agente especial Guadalupe Mejía para
que interrogara al denunciante. Cuando Mejía remitió su reporte, el Subdirector
de la Policía Nacional de Nicaragua, Comandante Eduardo Cuadra, convocó una
rueda de prensa y entregó la primera versión oficial de Nicaragua sobre el
caso, el 6 de octubre de 1995. En sus declaraciones ratificó la veracidad de los
dos testimonios entregados por Salvador Mayorga y confirmó la presencia de
Miguel Rodríguez Orejuela y de Helmer Herrera en la avioneta secuestrada. La
prensa colombiana replicó fielmente esa información.
Durante las semanas
siguientes apareció en los diarios una multitud de despachos noticiosos, todos
orientados a reconstruir los hechos y a determinar sus alcances.
La policía de Nicaragua
presentó una nueva versión, fundada tanto en las declaraciones de Mayorga como
en informaciones adicionales que habían logrado acopiar. Según sus
conclusiones, quienes habían abordado la aeronave en Ometepe eran dos sujetos identificados como Frank Lacayo y Carlos
López Baquedano, ambos de nacionalidad colombiana. Supuestamente, ellos habían
sido los autores materiales del secuestro. La prensa nicaragüense mencionó
también a estas personas, pero añadió que estaban acompañados por un ciudadano
de nacionalidad mexicana.
Luego apareció una “fuente anónima” de
la Policía, afrimando que Mayorga también formaba parte del grupo de
secuestradores y que todos los delincuentes habían sido contratados por
narcotraficantes colombianos, quienes les habían pagado 15 mil dólares para cometer
el ilícito. Según esa fuente, los tres sujetos abordaron la avioneta, encañonaron
al piloto y luego le ordenaron partir rumbo a Colombia. Todos, -autoridades
nicaragüenses, los diarios “La Prensa”, “El Nuevo Diario” y “La Tribuna” de
Nicaragua, así como los periódicos “El Tiempo”, “El Espectador” y la Revista
SEMANA de Colombia- coincidieron en que
se trataba de un operativo del Cartel de Cali, con la presencia de Miguel
Rodríguez Orejuela, aunque sin aclarar en qué momento había aparecido en escena.
Sobre la trayectoria de la aeronave, el
diario La Prensa de Nicaragua publicó que la avioneta había aterrizado en algún
lugar costero de Panamá, en donde los esperaba un avión bimotor para
intercambiar tripulación y pasajeros. Luego las dos naves despegaron rumbo a
Colombia y mientras la avioneta Cessna aterrizó en Villavicencio, el avión
bimotor lo habría hecho en una pista clandestina cerca de Bogotá. Los reportes
oficiales de la Policía de Nicaragua indicaron que finalmente avioneta fue
encontrada el 8 de agosto en los hangares de la empresa “La Frontera”, en
Villavicencio, cuando estaban pintado el fuselaje para ocultar el número de
identificación del aparato.
Respecto al asesinato del Capitán Andrés
Avelino Narváez Delgado, piloto de la aeronave, se dijo que su cuerpo había
sido hallado en la Vereda “El Puyón”, en cercanías de Zipaquirá. Presentaba una
herida de arma de fuego en el corazón, otra en la sien y otra en el rostro. El
diario “La Prensa” señaló que Narváez había sido asesinado por “intentar escapar”,
tras el secuestro y el arribo de la aeronave a Colombia.
La
presencia de Miguel Rodríguez Orejuela en la avioneta
La
supuesta presencia del capo en la aeronave desviada desde Nicaragua hacia
Colombia se convirtió rápidamente en un hit noticioso. Ejemplo de ello es el
contundente titular del diario El Tiempo, 7 de octubre de 1995, que dice:
“Miguel Rodríguez estuvo en Nicaragua antes de su captura”. Más contundente aún
el titular de la revista SEMANA, el 13 de noviembre de 1995, que señala:
“Confirmado” refiriéndose a la presencia de Miguel Rodríguez en el país centroamericano.
La única prueba de ese hecho era la declaración de Roberto Salvador Mayorga,
validada por los funcionarios policiales.
Las autoridades nicaragüenses urdieron hipótesis y sacaron
sus propias conjeturas. Indicaron que muy probablemente Rodríguez Orejuela se
había alojado en un hospedaje barato del centro de Managua, muy próximo a un
lugar donde había funcionado un establecimiento llamado “Cine El Dorado”. Dijeron
que cerca de ese lugar había sido vista una camioneta Mitsubishi Montero de
color azul, cuyo propietario era Jorge Guerrero, “El Cuervo”, y por eso lo
vincularon al proceso y lo pusieron en la cárcel.
Durante aquellos años en Colombia se había
conformado un cuerpo policial especializado, conocido como el Bloque de
Búsqueda, para atrapar a Miguel Rodríguez Orejuela. El narcotraficante
finalmente cayó en manos de las autoridades el 6 de agosto de 1995, es decir, una
semana después del despegue de la aeronave en Nicaragua.
En realidad, las autoridades colombianas jamás admitieron
oficialmente la versión de que Miguel Rodríguez estuviera involucrado en el
episodio de la avioneta secuestrada. La razones eran simples: el Bloque de
Búsqueda seguía muy de cerca los pasos del capo desde el 17 de julio de ese
año, gracias a una agente de inteligencia de la Armada que había logrado infiltrar
el Cartel de Cali. Ya el 22 de julio habían estado a punto de capturarlo y la
puntada final se dio el 6 de agosto, culminando así un exhaustivo trabajo de
seguimiento. Era imposible que Rodríguez hubiera salido de Colombia. Ni
siquiera había podido salir de Cali, donde permaneció acorralado dentro de
sofisticadas caletas que había construido en casi todas sus propiedades. También
resultaba descabellado pensar que en el hipotético caso de que hubiera logrado
salir del país hacia Nicaragua, después hubiera regresado en una avioneta
secuestrada para ponérsele en bandeja de plata a sus perseguidores.
Durante los primeros interrogatorios a Mayorga le presentaron
unas fotografías y no fue capaz de reconocer a Rodríguez Orejuela, ni a Helmer
Herrera, ni a nadie del Cartel de Cali. La prensa nicaragüense, sin embargo,
lanzó conjeturas suspicaces dando a entender que las autoridades colombianas
ocultaban información sobre este caso.
El juez nicaragüense Germán Vásquez dejó en libertad
a Jorge Guerrero, un mes después de su detención, porque no halló méritos para
sostener los cargos en su contra. Algunos medios de ese país miraron con desconfianza
esa decisión judicial. Especularon sobre las motivaciones políticas de Vásquez,
que era un viejo militante sandinista: eso lo ponía en afinidad ideológica con
el acusado, quien había alcanzado el grado de Coronel en el sandinismo y era
conocido por ser el hombre de confianza de Daniel Ortega. Pese a las suspicacias,
Guerrero nunca volvió a ser vinculado con este caso.
Súbitamente, tanto la prensa, como las autoridades
de Nicaragua olvidaron el tema. El caso quedó cerrado para la opinión pública,
pero no para Marcos, ni para Salvador Mayorga que ahora se encontraban en la
cárcel, con graves acusaciones en su contra.
A esas alturas, Marcos estaba
fuertemente comprometido en este enredo judicial. Y, a
pesar de toda la lana que logró recoger, también Salvador Mayorga salió
trasquilado. Inicialmente, al momento de presentarse ante el Cónsul Honorario
de Nicaragua en Cali, Jorge Guzmán, portaba un pasaporte colombiano falso, con
su fotografía, pero bajo el nombre de Julio Alberto Mora Vargas. Ante la
situación, el Cónsul se comunicó con el entonces Embajador de Nicaragua en
Colombia, Ernesto Salmerón, y le comentó el caso. Salmerón le pidió poner la
situación en conocimiento de las autoridades colombianas, mientras él hacía lo
propio con las autoridades nicaragüenses. Mayorga entonces fue reportado por el
consulado ante el DAS. Días después, la Fiscalía 49 le dictó medida de
aseguramiento, consistente en detención preventiva, por falsedad en
documento. Al principio se le detuvo en el DAS de Cali y luego fue transferido
a los calabozos de Paloquemao en Bogotá. El 13 de octubre de 1995 se ordenó su
traslado a la Cárcel Nacional Modelo. Tiempo después, a raíz de la
inconsistencia en las versiones, la ausencia de pruebas en su defensa y nueva
información allegada al caso, la Fiscalía lo sindicó por los delitos de
secuestro, desvío de aeronave y narcotráfico. También lo responsabilizó de
homicidio agravado, por la muerte del Capitán Narváez. Así fue como Marcos y su
denunciante terminaron detenidos en la misma prisión.
Testimonios
y vidas
Las
evidentes inconsistencias en las dos primeras declaraciones de Salvador Mayorga
fueron vistas por las autoridades colombianas como simples imprecisiones, que
obedecían al interés del denunciante por ocultar su participación en el
secuestro de la aeronave. Con el tiempo, su versión inicial fue cambiando
sustancialmente hasta convertirse en un relato completamente diferente.
En una entrevista con el diario La Prensa de
Nicaragua, el 6 de agosto de 2001, seis años después del plagio de la aeronave,
Roberto Salvador Mayorga negó rotundamente haber visto a algún miembro del
Cartel de Cali en la avioneta Cessna secuestrada. Dijo que conocía a Miguel
Rodríguez Orejuela solamente por televisión.
Frente a la pregunta de cómo había conocido a Marcos
y cuál había sido su relación con él, Mayorga contestó: “lo conocí en una
exposición de obras de arte, por medio de un señor de nombre o apellido Alemán.
Para la época, algunos pilotos de helicópteros soviéticos estaban siendo
contratados por una empresa colombiana [llamada] ‘Helicol-Avianca’.
“[Marcos] me brindó su dirección en Cali, Colombia,
a solicitud de este señor Alemán, por si de pronto se daba el trabajo de los
helicópteros (sic). Los contratos fueron suspendidos, pero yo tomé la decisión
de viajar a Colombia, por si se renovaban los contratos, estar más cerca de
conseguir el trabajo (sic)”.
Estas declaraciones coincidían con lo que Marcos
había dicho desde el comienzo. Es notorio que en todos los testimonios
entregados por Mayorga, siempre habló sobre la intención de trabajar en
Colombia. Resulta difícil suponer, entonces, que haya abordado inocentemente la
avioneta y que justamente ese vuelo hubiera terminado en territorio colombiano.
En otra entrevista concedida al Nuevo Diario de Nicaragua,
el 30 de octubre de 2003 (ocho años después del ilícito), Mayorga añadió nuevos
detalles. Esta vez aseguró que todo había comenzado cuando él buscó al Capitán
Andrés Avelino Narváez para que lo ayudara a entrar a trabajar en la aerolínea
“La Costeña”, donde Narváez laboraba. Éste le advirtió que necesitaría cuando
menos 20 horas de entrenamiento en aviones Cessna Grand Caravan y 200 horas de
vuelo adicionales para que lo aceptaran en la empresa. Agregó que Narváez le prestó
500 dólares para que fuera a actualizar conocimientos en la Escuela “Los Brasiles”.
Pero como esa capacitación no era suficiente, lo invitó también a que volara
como observador en el puesto de copiloto, cada vez que él comandara un avión Cessna:
así podría completar su formación. La compañía aérea no podía enterarse de este
acuerdo, porque este tipo de convenios estaban prohibidos. Según Mayorga, el 26 de julio de 1995, el piloto Narváez le avisó del
vuelo que se realizaría en el Cessna, por varias zonas de la Costa Atlántica nicaragüense; Mayorga viajaría de
copiloto, como lo tenían acordado. Dado que todo esto se estaba haciendo “a
escondidas”, no abordaría la avioneta en Managua, sino en la Isla Ometepe. En
esta última versión ya ni siquiera menciona a Marcos.
Algunos meses después de entrar en la cárcel Marcos comenzó a
preguntarse si en lugar de un complot, o una conspiración, como lo había
pensado en un principio, más bien no estaría al frente de un trastorno mental.
“Mayorga está loco”, dijo, pero nadie le creyó. Intentar que el mundo declare desquiciado
al acusador es uno de los trucos más viejos y desacreditados en el mundo jurídico.
Aún así, Marcos pidió que el Instituto de Medicina Legal practicara una prueba
para determinar el estado de salud mental del denunciante; la fiscalía encontró
mérito para realizarla y así se hizo. Finalmente, se produjo un dictamen médico
contundente: el piloto padecía una enfermedad mental llamada “esquizofrenia
paranoide”. La fiscalía avaló el diagnóstico, pero poco después incorporó una
nueva arandela: no había manera de probar si Mayorga estaba enfermo al momento
de rendir la declaración que había dado origen al proceso. Por lo tanto, el
testimonio conservaba su validez.
Marcos pidió entonces
información acerca de los antecedentes psiquiátricos del piloto y encontró que
había estado interno en un hospital mental de Nicaragua. Durante la época de la
confrontación con los “contras”, era piloto de guerra y estuvo al frente de
operativos cruentos y temerarios. No era de extrañar que su cordura hubiera terminado
menguada.
Encontró también que el
piloto estaba siendo procesado por la justicia de Nicaragua. Tenían pruebas de
que Mayorga había sacado la avioneta de ese país y la había dirigido hacia Colombia,
sin autorización de la aeronáutica civil. También sabían que Mayorga no solo conocía
al capitán de la nave, Avelino Narváez, sino que tenía amistad con el dueño del
aparato: un ciudadano cubano que había estado preso en Estados Unidos por
tráfico de drogas. Marcos solicitó que el proceso nicaragüense fuera trasladado
a Colombia, para convalidar esas pruebas, pero Nicaragua se negó.
Mientras avanzaba en el
propósito de probar su inocencia, Marcos también tuvo que aprender a vivir en
la prisión. Allí se convirtió en un recluso incómodo para las autoridades. Creo
comités de derechos humanos en todas las cárceles por las que pasó. Lideró
protestas entre los internos y fue permanentemente acechado por los guardias. En
el “El Barne”, la penitenciaría de Tunja, pasó 24 horas en una celda de
castigo, desnudo y en un clima que apenas superaba algunos grados bajo cero.
Con los días, aprendí que
la celda de Marcos era un punto de encuentro político e intelectual dentro de
La Modelo. Los demás presos llegaban allá para mirar el nuevo cuadro, para formular
una pregunta legal, o simplemente con el ánimo de hacer tertulia. Marcos era un
líder entre los internos, pero en los pasillos del INPEC se le llamaba
“cacique” y se le miraba con recelo.
Tras una apariencia de
timidez y fragilidad, Marcos era un mamagallista genuino y esa era la faceta
que emergía con nitidez en sus caricaturas. A primera vista, parecía un hombre
distante, pero de modales impecables: un rasgo paradójico y sobrecogedor dentro
de la cárcel. Mantenía una actitud de aventurero. Durante una de mis visitas, y
eludiendo la mirada de los guardias, me llevó a conocer rincones imprecisos.
Así pude ver que algunos presos recibían su comida en tarros de pintura que
sacaban de la basura; y me encontré cara a cara con los internos que extendían
una manta y dormían en los pisos de los baños.
Me dijo que los guardias,
un día cualquiera, se habían llevado varios de sus trabajos de caricatura.
“Estaban en un sobre que no contenía Ántrax”. Yo interpuse una queja ante el INPEC
para que le devolvieran las obras; luego le conté a él y a algunos de sus amigos.
Todos se rieron; uno de ellos me abrazó y dijo “¡Qué ternura!” Marcos frunció
el seño y se mordió los labios. Ahí entendí que en la prisión poner quejas es
un acto fallido que forma parte de una suerte de folclore privado. Mi gesto era
como un ritual de iniciación en el mundo de esos imposibles que para ellos son
rutina.
Se escuchaban también
historias espantosas. Algunas hablaban de ese abril del año 2000, cuando
guerrilleros y paramilitares desenvainaron sus arsenales y se dieron plomo que
daba miedo, dentro de la cárcel. Mientras tanto, la guardia observaba a
distancia prudencial y las familias de los reclusos permanecían en vela en las
afueras de la prisión, agitando banderas blancas y agonizando de angustia por
sus seres queridos. El enfrentamiento había dejado 25 muertos y 10
desaparecidos. Una desaparición en la cárcel parecería ser una broma, pero
macabramente, no es así. Dicen, en voz baja, que algunos cadáveres son
“picados” y los pedazos botados o enterrados en los lugares más insospechados,
para no dejar huellas de los crímenes.
En medio de esos
desafueros, Marcos se protegía en el arte. Pero también en la amistad y en el
amor. Su compañera, Cecilia, una mujer bella y temperamental, era su escudo
frente al mundo exterior; era ella quien resolvía todo lo que se podía resolver
para su causa. Por lo demás, Marcos parecía estar muy solo en su cruzada. Me
sorprendió cuando me dijo que tenía un abogado de oficio. “Y la gente del M-19 ¿no
te ayuda?”, le pregunté. “Sí, claro que sí… ellos están muy pendientes…”, me
contestó sin añadir detalles y evadiendo las preguntas que siguieron. Era
insobornable en su lealtad de ese grupo político.
“Esto ha sido un calvario.
Un verdadero calvario.”, me dijo una tarde. “En mi proceso se ha dado
vencimiento de términos, pero eso no se toma en cuenta. Yo veo que ahí existen
dificultades en torno a lo que es el debido proceso y el derecho a la defensa.
Ya he estado en cuatro cárceles... Y en El Barne no he debido estar, porque es
una penitenciaría para condenados... Pero así son las cosas. Sólo quiero acabar
con esto pronto”, agregó.
Efectivamente, la ley
establece que ningún ciudadano debe permanecer privado de la libertad por un
lapso mayor a 360 días, o 18 meses en situaciones excepcionales, si no pesa una
condena formal en su contra. Marcos llevaba preso siete años y aún mantenía la
categoría de “sindicado”. Una flagrante violación a sus derechos más
elementales.
El acto final
Después de que el gobierno de
Nicaragua se negó a aportar pruebas, Marcos entendió que su caso sólo podía ser
resuelto por la ciencia. Las disciplinas que estudian la mente humana debían pronunciarse;
establecer si la esquizofrenia paranoide era una patología que se manifestaba
de repente, o una enfermedad constitutiva de la estructura psíquica. Por eso
solicitó otro dictamen de un perito psiquiátrico.
En 2001 tuvo una audiencia
y fue citado el perito. El especialista amplió el diagnóstico; indicó que la
esquizofrenia paranoide, generalmente, es una enfermedad de temprana aparición
en la vida de las personas. No se podía, por tanto, garantizar que el piloto
estuviera lúcido en el momento de rendir su primera indagatoria.
Para Marcos no fue
suficiente; solicitó entonces un perito en psicología: no quería dejar vacíos,
resquicios por donde pudiera escabullirse todo el terreno ganado hasta ese momento.
Pronto tuvo una nueva audiencia y se batió como un león frente al psicólogo que
fue citado. Las conclusiones del trámite parecían favorecer su causa.
En términos objetivos, las
acusaciones contra Marcos se levantaban sobre cimientos débiles; en realidad,
estaba acusado de sospecha. “Yo solicité informes de Interpol, informes de DEA,
informes de policía, informes de inteligencia... Y en ninguno de esos informes
aparece el más mínimo indicio en mi contra”, señalaba Marcos. La única evidencia
que lo incriminaba era un testimonio que ahora se desmoronaba como un pan viejo.
A estas alturas, admitir
que Marcos hubiera estado preso por obra y gracia de la locura de un hombre, y
por la estupidez del sistema, era un lujo que no querían darse los implicados. Sería
un gigantesco ridículo para las autoridades policiales y judiciales de dos
países y para el contingente de periodistas que avaló esa versión delirante.
Por eso, hasta el último momento todos se resistieron a darle la razón a
Marcos, en el sentido literal de la expresión.
Para
Roberto Salvador Mayorga todo acabó el 27 de mayo de 2003. El proceso judicial
que se le siguió en Colombia fue largo y complejo. Después de ser sindicado por
los cargos de narcotráfico, homicidio agravado, falsedad en documento, desvío
de aeronave y secuestro simple, finalmente fue condenado solamente por el
último delito, a una pena de 13 años y nueve meses. La investigación por los
demás crímenes precluyó.
El proceso contra Mayorga solo concluyó después de una ardua gestión que
desplegó la Embajada de Nicaragua en Colombia, para que le fuera rebajada la
pena por buen comportamiento. La decisión estuvo precedida por una amenaza de
llevar el caso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA. Mayorga
obtuvo libertad condicional y regresó a Nicaragua. La última vez se supo de él
a través de una carta, con una nueva versión de los hechos, que dirigió al
diario La Prensa de Nicaragua, en junio de 2004; allí señala: “A finales de
agosto de 1995, Andrés Avelino Narváez Delgado y yo fuimos secuestrados por un
grupo de paramilitares colombianos, en un avión Cessna Grand Caravan de la empresa
Costeña de Aviación”. Agrega luego que “Hoy, después de 1 año y 1 mes de haber
regresado a Nicaragua me encuentro pasando serios apuros económicos derivados
de esa prolongada privación de la libertad, que califico como un secuestro
internacional por parte de un Estado extranjero, contra un ciudadano
nicaragüense.” Termina su mensaje solicitando
ayuda económica a los lectores del periódico.
Miguel Abaunza, embajador nicaragüense, afirmó en 2003 que “al señor
Roberto Salvador Mayorga Martínez (…) se le violaron todos sus derechos humanos
durante el proceso judicial que se le siguió en Colombia, pues no tuvo acceso a
la defensa y al debido proceso. A él se le negaron las oportunidades y lo
condenaron, fue un chivo expiatorio. No soy testigo de los hechos del momento,
no fui parte de esa investigación, pero por lo que vi el proceso tiene unas
fallas jurídicas garrafales.” Tan
desproporcionadas estas fallas que ante la comprobación de que era un enfermo
mental, la obligación de las autoridades era declararlo inimputable y darle un
tratamiento completamente diferente a su caso.
En cambio, la situación de
Marcos se resolvió de una manera muy distinta. Ocurrió el 18 de abril de 2002. Un
día antes, en el patio 2 de La Modelo, había tenido lugar una álgida discusión.
El tema: ¿qué clase de bicho describía Kafka en La Metamorfosis? ¿Un escarabajo?
¿Una cucaracha?... No podían ponerse de acuerdo. Marcos no participó en el
entretenido debate de esa noche y se fue a acostar temprano. Al día siguiente
tardó en levantarse. Fernando, uno de sus compañeros más cercanos, se
sorprendió por la demora, pero no le dio mucha importancia al asunto hasta que pasó
el medio día. Entonces comenzó a preocuparse. Comentó su inquietud con otros
internos y decidieron ir a tocar la puerta de la celda de Marcos. No hubo
respuesta. El grupo avisó a las autoridades de la prisión y un guardia llegó
hasta el lugar para abrir la puerta. La celda estaba sumergida en un silencio
extraño y el frío rasguñaba las paredes. Marcos permanecía acostado y parecía
dormido, pero en realidad estaba muerto. Medicina legal dictaminó que el deceso
se produjo hacia las cinco de la mañana, debido a un aneurisma coronario.
Marcos murió ese 18 de
abril, a los 43 años de edad y unos 74 días antes de salir de la cárcel.
Cecilia, su compañera, confirmó que finalmente el juzgado había ordenado su
libertad; iba a hacerse efectiva en junio de 2002. Su corazón se detuvo justo
cuando terminaban esos siete años en los que había estado atrapado dentro del delirio
de un hombre enfermo y en los espejismos de quienes están más preocupados por
buscar culpables, que por encontrar la verdad.
El último año de su vida
había sido especialmente productivo. Ganó el primer premio de caricatura en el
concurso “Humor Cautivo”, del Ministerio de Cultura; realizó una concurrida
exposición en el auditorio León de Greiff de la Universidad Nacional y
preparaba otra para la Alianza Colombo Francesa. También ganó un concurso de
arte erótico organizado por Ángel Becassino, con una obra elaborada en una
técnica destinada a los ciegos, miopes y estúpidos que pueblan este mundo. No
quiso caer en el lugar común de trabajar el erotismo desde el ojo, desde la
figura femenina desnuda; pensó más bien en rescatar el valor de la caricia, del
tacto; por eso a una composición abstracta en acrílico, con “colores indígenas”
(como él los llamaba), le incorporó un mensaje escrito en braille, el lenguaje para invidentes: “Se puede hablar, se puede
aclarar un diálogo, resolverlo... Respetando la ceguera del otro... Se puede
recuperar la caricia, que se ha perdido y aquí en la cárcel juega un papel
importantísimo”, me dijo una de esas mañanas perdidas en el hermetismo de la prisión.
Marcos pudo abarcar la
elocuencia de la caricia en la cárcel y sentir el pulso de la vida a través de
Cecilia, su compañera. Se veían muy enamorados. Estaban iniciando su vida juntos
en Cali, cuando se desató esta singular tragedia. Desde entonces, Cecilia había
seguido los pasos de Marcos, mudándose de ciudad en ciudad cada vez que a él lo
trasladaban. En Villavicencio, en Tunja, en Bogotá, ella siempre cumplió obstinadamente
la cita del domingo. Hizo todo cuanto estuvo en sus manos para mejorar su
situación de cautiverio y hasta tuvo que tolerar una golpiza de los guardias en
una de las varias ocasiones en que reclamó por un trato más digno para Marcos.
Algunas semanas después de
su muerte, se presentó en un evento público que exponía los trabajos culturales
de varios presidiarios, entre ellos, los de Marcos. Allí las autoridades
carcelarias disertaron sobre la importancia de promover las actividades culturales
entre los internos y exaltó una política denominada “Nueva cultura
penitenciaria”. Al final, Cecilia se puso de pies y con la voz eterna de los
que no tienen nada que perder, habló de los golpes, los maltratos verbales y
los castigos desproporcionados a los que Marcos había sido sometido. Concluyó
con una sentencia avasalladora: “Lo mató el INPEC. Gracias por la resocialización”.
El auditorio respondió con un aplauso cerrado.
Cecilia estaba invadida de
odio, un odio intenso que la carcomía y que la llevó al psiquiatra. “Si no
estoy empepada, no me siento capaz de aguantar”, me dijo. Ella y Marcos tenían
planes para ir a vivir juntos en Cuba. Querían celebrar esa fiesta de la
libertad y vengarse de la desgracia intentando colmar de intensidad cada minuto.
Estaban seguros de que iban a sobreponerse y recuperarían el tiempo perdido. Pero
Marcos salió de la cárcel solo y sin vida, en medio de un callejón de honor que
los presos hicieron, mientras lo aplaudían, lanzaban consignas y cantaban himnos.
En el último acto de esta
farsa, Cecilia reclamó los restos mortales de su compañero y se los llevó en
una infame travesía hasta Cali, su hogar. Nunca volví a saber de ella.
*Marcos
es el seudónimo, no el nombre de pila del protagonista de esta historia.