viernes, 9 de agosto de 2013

Soacha: callejón de un país sin salida


Por:  Edith Sánchez

En Soacha los jóvenes de los suburbios tienen que pedirle permiso a la delincuencia para existir.  Así lo ratifican los panfletos que periódicamente circulan por las barriadas.  A veces los dejan en alguna tienda, junto a una fotocopiadora, para que los mismos condenados los reproduzcan y los den a conocer.  Incluyen listas con nombres propios y órdenes de toque de queda:  Nadie puede circular por las calles después de determinada hora y los jóvenes listados son candidatos al asesinato o al destierro, por su condición de drogadictos, problemáticos o simplemente indeseables.


Foto de El Espectador

La ubicación de este municipio es estratégica dentro de la estructura geopolítica de Colombia.  No sólo porque se halla conectado en línea continua con Bogotá, la capital del país, sino también, y principalmente, porque Soacha establece el enlace geográfico más fluido entre la gran ciudad y todo el sur de la nación.  Por eso resulta al menos curioso que teniendo esos privilegios, el 78% de su población se encuentre en la línea de pobreza.  Como resulta curioso observar que tras haber sido uno de los núcleos más dinámicos de la expansión empresarial, durante los años 80, ahora registre un decrecimiento en la actividad productiva de más del 30% y un desempleo de más de 34%.  También es paradójico que en el marco de esa decadencia, su población haya pasado de 28.000 a casi 500 mil habitantes en menos de 35 años.  Muchos aseguran incluso que la cantidad de pobladores supera los 800 mil.   Es pues un municipio en donde aumenta el número de moradores, mientras las cifras de progreso y calidad de vida van en picada.

Soacha se convirtió en el epicentro de una marejada informativa luego de que en junio de 2008 Fernando Escobar, el entonces personero municipal, hablara en voz alta ante las autoridades nacionales de lo que era un secreto a voces en ese municipio:  algunos jóvenes de los sectores más pobres estaban desapareciendo de sus barriadas.

En un lugar como Soacha, donde la guerra ha mostrado todas sus caras, este hecho permitía aventurar multitud de hipótesis.  Tantas que quizás por eso en un principio la actitud general de la comunidad fue el deseo de no saber, de no decir.  Sólo un puñado de madres, con la autoridad moral que otorga el haberle dado vida a otro ser humano en una sociedad radicalmente inhóspita, formularon sus denuncias, organizaron preguntas  y exigieron respuestas, pues, como dice Escobar:  “los hombres no denuncian ni dan quejas porque quedarían como sapos. Las quejas las da la mamá”.  Los medios de comunicación hicieron eco a la inquietud de las madres y el asunto despertó interés en la opinión pública.  Se desató un mosaico de conjeturas.

El mismo denunciante, Fernando Escobar, tenía muchas dudas al momento de hacer sus primeras declaraciones:  “Yo venía hablando de este asunto en varios niveles, y hubo una persona a la que le pareció esto tan grave que me dijo que debía ponerse en conocimiento de la Presidencia.”  El personero sabía de casos en los que jóvenes desaparecidos habían vuelto luego a sus hogares señalando haber estado “con grupos ilegales realizando varias actividades, como cuidando el circuito de la droga”.  “Los reclutan para que colaboren en la vigilancia de una zona donde hay droga, para que la distribuyan, para que sean raspachines”, agrega Escobar.  Por eso no podía alimentar especulaciones.

Corría agosto de 2008 cuando se encontraron los primeros cadáveres de los jóvenes desaparecidos, en la población de Ocaña, Norte de Santander, al nororiente de Colombia.  Estaban reportados oficialmente como guerrilleros dados de baja en combate.  Sus cuerpos habían sido sepultados, varios como “NN”, y las denuncias de las madres de Soacha lanzaron el hilo conductor que permitió identificarlos.

Las primeras elucubraciones tejieron una respuesta, relativamente endeble, que apuntaba hacia un reclutamiento, voluntario o forzado, por parte de las guerrillas izquierdistas de Colombia.  La hipótesis parecía tener poco asidero, porque de la izquierda armada ya poco queda en Soacha.  Durante los últimos ocho años su presencia ha menguado drásticamente, gracias a eficacia la política de Seguridad Democrática del Presidente, Álvaro Uribe, y a la acción de la guerra no convencional librada por los paramilitares desde comienzos del siglo XXI en esa zona.  Se hablaba de algunos reductos de las guerrillas de las FARC –Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia- y del ELN  -Ejército de Liberación Nacional-, pero su acción era marginal y los jóvenes desaparecidos nunca habían mostrado interés en la militancia política.

En un pasado no muy lejano Soacha representó un “bocado de dioses” para los “guerrillos”, como le dicen a los guerrilleros popularmente en Colombia.  El municipio siempre ha sido víctima de su singular ubicación geo-estratégica en el país.

Los reinsertados del M-19  -Movimiento 19 de abril, de tendencia nacionalista- y del EPL  -Ejército Popular de Liberación, de tendencia maoísta-, dos grupos guerrilleros desmovilizados a comienzos de los años noventa, fueron el primer colectivo de izquierda que llegó a Soacha.  Ocuparon terrenos en la zona de Altos de Cazucá, un sector periférico y montañoso que colinda con la Localidad de Ciudad Bolívar, la más pobre de Bogotá.  Unos dicen que se asentaron allí gracias a unas partidas que el gobierno del entonces presidente Virgilio Barco les destinó, para facilitar su reinserción a la vida civil.  Otros, aseguran que llegaron a las laderas del municipio mediante invasión ilegal de terrenos y que el gobierno se hizo el de la vista gorda para no dañar la paz recién alcanzada con esos grupos.  Los desmovilizados fundaron los barrios “Carlos Pizarro” y “Santo Domingo” en la zona conocida como Villa Mercedes.  También desarrollaron actividades de propaganda y trabajo social en el sector, a través de juntas de acción comunal y organizaciones no gubernamentales.

Un tiempo después, hacia el año de 1995, los guerrilleros de las FARC abrieron un corredor estratégico para comunicar la región del Sumapaz, donde ejercían gran dominio territorial, con la cabecera urbana de Bogotá.  Inauguraron así el eje  Sumapaz-Usme-Soacha-Ciudad Bolívar, cuyo principal objetivo era el abastecimiento de las tropas y el tránsito de armas desde la capital hacia los frentes que operaban en la zona de los Llanos Orientales, Tolima y Huila, al sur del país.  Para garantizar su objetivo, las FARC crearon comandos urbanos conocidos como “Milicias Populares”, que servían de apoyo político y realizaban labores de inteligencia y de enlace logístico.  En un principio las FARC contaron con el apoyo de la Unión Patriótica  -UP-,  movimiento político de carácter comunista.  Pero en 1998 se disolvió esa alianza debido a la presión electoral indebida que estos intentaron ejercer sobre aquella.

Durante varios años la guerrilla intentó penetrar las comunidades pobres de Soacha.  Por las características de la lucha guerrillera, su presencia se estableció desde el afuera del municipio, es decir, sin concentrar fuerzas ni hacer presencia fija en ningún sector específico.  La guerrilla basa su estrategia militar en la capacidad de movilidad, de sorpresa y de ocultamiento, por eso no podían darse el lujo de establecerse en las narices de Bogotá sin ser detectados y aprendidos.  Los guerrilleros mantenían su centro de acciones en el Sumapaz y desde allí desplegaban operaciones usando a Soacha como bisagra; las Milicias Populares solo desarrollaban acciones puntuales de soporte para los frentes rurales de las FARC, reclutaban nuevos integrantes y facilitaba la ejecución de acciones terroristas en Bogotá.  Algo similar, pero en mucha menor escala, ocurría con la guerrilla del ELN.

Durante la década de los noventa se dio un ascenso militar de la lucha subversiva en todo Colombia.  Solo hasta comienzos de 2001 el Ejército Nacional lanzó una ofensiva para recuperar el control del corredor de movilidad abierto por las FARC entre Bogotá y Sumapaz, a través de Soacha.  Este evento coincidió con la llegada y consolidación de grupos paramilitares en la misma zona.  Poco a poco la guerrilla fue perdiendo terreno.  En el año 2003 tenía todavía suficiente influencia como para hacer circular un panfleto anunciando que sus hombres vigilarían las elecciones municipales, e instando a la población a no votar por un referendo convocado por el gobierno.  Nuevamente se evidenció que en Soacha los panfletos operan como medio de comunicación oficial de las realidades no oficiales.  Desde 2004 la presencia de las guerrillas en ese sector ha sido progresivamente erradicada, pero se sabe que aún la Columna Teófilo Forero de las FARC desarrolla acciones esporádicas en el municipio.

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  Avanzaba septiembre de 2008 y algunas figuras de opinión en Colombia, llamaron la atención sobre el hecho de que las muertes de los jóvenes se hubieran producido pocos días después de sus desapariciones, según lo confirmaban las actas de levantamiento de cadáveres.  Era como si hubieran salido de sus casas para ir a morir en un frente de batalla. También salió a la luz pública que algunos de ellos tenían antecedentes judiciales y/o eran consumidores habituales de droga.  

Foto El Espectador

Fue entonces cuando cobró fuerza una segunda hipótesis que planteaba dos variantes:  o los jóvenes eran criminales que habían quedado atrapados en algún circuito de ajuste de cuentas, o eran maleantes sobre los que habría recaído una cruzada de “limpieza social” emprendida por alguno de los ángeles vengadores que pululan en Colombia.  Con el eufemismo de “limpieza social”, periódicamente en este país  se ha dado muerte a indigentes, prostitutas, vendedores de droga, adictos y toda serie de individuos que a los ojos del “limpiador” son un atentado contra la asepsia que ellos dicen representar.

Las madres de los desaparecidos rechazaron la explicación de que sus hijos fueran delincuentes o antisociales, asesinados por caprichosos avatares en las leyes del hampa.  Algunos muchachos no tenían ningún antecedente penal y eso desvirtuaba la criminalización de los muertos.   

Afirmar que estos jóvenes habían sido víctimas de sus propios inventos, podría parecer malintencionado.  Pero no era de ningún modo descabellado.

La ilegalidad en Soacha es ley.  De hecho, el poblamiento del municipio se ha dado sobre la base de lo ilícito.  De las 347 unidades habitacionales reconocidas oficialmente, más de 180 corresponden a asentamientos subnormales, producto de invasiones ilegales de terreno o de urbanizaciones piratas.  Casi todos estos asentamientos se hallan ubicados en Altos de Cazucá y Ciudadela Sucre, en la parte oriental del municipio.

El poblamiento de esas zonas comenzó en 1978 con una invasión de viviendistas encabezada por una entidad llamada PROVIVIENDA.  Durante el proceso de asentamiento urbano, tuvieron gran protagonismo los llamados “tierreros” o “terreros” definidos coloquialmente como “oportunistas que caminaban la localidad en busca de baldíos para la venta”.  Más exactamente, los “tierreros” eran gentes dedicadas a la venta o arriendo de lotes, teniendo o no documentos que certificaran su propiedad sobre los mismos, y sin tomar en cuenta si dichos terrenos cumplían con los requisitos técnicos, normativos o ambientales de los urbanizadores sociales.  Los “tierreros” actuaron a la luz del día durante décadas, ante la mirada impasible de las autoridades locales.  Actualmente gran parte de los pobladores se declara propietaria del espacio que habita, pero no cuentan con documentos legales que lo certifiquen.

A finales de los años noventa el terreno comenzó a escasear, debido a la monumental ola migratoria que llevó a miles de desplazados de todo el país hacia las periferias de diferentes ciudades.  Proporcionalmente, Soacha es el municipio colombiano que mayor cantidad de desterrados ha recibido en todo Colombia.  Actualmente el número de víctimas de desplazamiento forzado que habitan en ese municipio se calcula en unos 26.000 y corresponden al 8% de su población total, según los censos oficiales, siempre cuestionados por los habitantes.  El municipio recibe al 46% de los desplazados que llegan a Bogotá, lo cual significa un promedio de una a tres familias diarias.

Con el espacio agotado, urbanizadores piratas y migrantes forzados iniciaron la construcción de viviendas en zonas de alto riesgo geológico, bien sea porque edificaron en terrenos con pendientes superiores a los 45 grados, bien porque construyeron sobre tierras mal drenadas, especialmente en la zona de la Laguna de Potrero Grande, o bien porque sus casas se elevaron sobre suelos que antes eran canteras y los hacían inestables.  No causó ninguna sorpresa entre los pobladores el sepultamiento de 17 viviendas a comienzos de 2009:  era una tragedia, no tan natural, claramente anunciada.  Cerca de 800 personas se quedaron sin vivienda y ahora dependen por completo de la ayuda ajena para tener un techo donde resguardarse.

Tener una casa propia es el sueño que no deja dormir a muchas de las familias pobres de Colombia.  Esta ilusión se vuelve entrañable en el caso de los desplazados, una población nómada que una o varias veces ha tenido que renunciar al arraigo.  Conseguir un techo propio se convierte para ellos en la táctica para trascender el fantasma del despojo.  La vivienda propia sería la etapa final de un recorrido incierto en el que han ido despidiéndose de sus más entrañables lazos.  Representa la seguridad, la estabilidad, la posibilidad de construir vínculos de pertenencia en un territorio y en una comunidad.  Por eso para ellos es legítimo arañar la tierra y edificar un albergue, que ponga fin a la errancia de los cuerpos y las mentes.

La “informalidad” parece ser un sello de marca en Soacha.  Además de los barrios ilegales, el 76% de las empresas también son informales.  De las minas para la explotación de materiales de construcción, un renglón importante en la economía del municipio, cerca de un 30% operan en la ilegalidad.  El contexto genera y reproduce condiciones de pobreza extrema.  “En Altos de Cazucá hay familias de ocho personas que deben sobrevivir con 150 mil pesos al mes” (unos 75 dólares), dijo en una ocasión Juan Manuel Hernández, representante a la Cámara por Bogotá.  Esto significa que en esos hogares cada persona tiene que mantenerse con cerca de 19 mil pesos mensuales  (casi 10 dólares), o sea, unos 700 pesos diarios  (0,35 dólares).  El pasaje de transporte urbano más barato cuesta 1.000 pesos.  "La situación de Soacha es grave y creemos que el principal problema de los jóvenes es la falta de un proyecto viable de vida digna", indica el personero municipal, Fernando Escobar.

La pobreza extrema es condición que tienta a optar por soluciones pragmáticas de supervivencia.  Tal vez por eso, la delincuencia común en Soacha tiene dimensiones hiperbólicas.  Desde hace más de tres décadas se registra acción de pandillas y grupos de delincuencia organizada, especialmente en las comunas 4 y 6 que albergan a las poblaciones más pobres.  En la última década ha crecido la inseguridad de una manera inusitada.  En una encuesta realizada por la alcaldía municipal en marzo de 2009, el 86% de los pobladores califican a Soacha como un municipio altamente inseguro, al tiempo que el 58% declara haber sido víctima de algún delito.

En las calles de los barrios pobres todavía se recuerda a “Tomasito”, un alias que parece diseñado para sacristán de parroquia, pero que en realidad corresponde a un temerario delincuente de las periferias de Soacha.  Fredy Tovar, alias “Tomasito”, lideró una peligrosa banda llamada “Los Gatilleros” en Altos de Cazucá.  Se le endilga a este grupo el asesinato y desaparición de más de cien personas en el sector.  Muchos aseguran que “Los Gatilleros” desmembraban a sus víctimas y las arrojaban en la Laguna Terreros, de Ciudadela Sucre, para no dejar ningún rastro.  También afirman que “Tomasito” organizó una red de extorsiones a través de la cual cobraban a los habitantes una “vacuna” o cuota forzada, desde dos mil pesos en adelante, para garantizarles la seguridad.  Tovar fue capturado por la policía en el año 2007 y hoy se encuentra purgando condena en una cárcel de máxima seguridad.  Se había convertido en una suerte de caudillo de la delincuencia, no de otra forma se explica que en las calles de la miseria aparezcan letreros señalando:  “Tomás preso, pero vive.  Su gente hace justicia”.

El investigador Rafael Guarín relata en su blog de internet que “Los Gatilleros” no son los únicos bandidos de la zona:  “Paralelamente delinquen los “Robles”, “Chuquines”, “Pankokis” y otros grupos más. Han actuado homicidas de la peor especie como el “coleccionista de orejas” y la gente recuerda varios casos de descuartizamiento. “El Escondite de José” y otros lugares urbanizados ilegalmente refugian a criminales en la absoluta impunidad.”

Las bandas del municipio se dedican a actividades como expendio de estupefacientes, asaltos bancarios, piratería terrestre, robo de residencias y de vehículos, sicariato y secuestro a diferentes niveles.  Los habitantes de Soacha aseguran que actúan con la complicidad de la policía, la cual recibe contribuciones económicas a cambio de no perseguirlos.  Se habla también de que esa alianza cuenta con nuevos socios:  las llamadas “Bandas emergentes”, según el gobierno, o paramilitares rearmados, según la mayor parte de la población.

Los rumores de corrupción en la policía coinciden con las afirmaciones de un oficial que trabaja al servicio de “Daniel, El Loco Barrera”, un poderoso narcotraficante colombiano.  En declaraciones dadas a la Revista Semana del 22 de abril de 2006, este sujeto señaló:  "La nómina para pagar oficiales y miembros de los organismos de seguridad ronda los 250 millones de pesos mensuales", refiriéndose al rubro para sobornos destinados a las autoridades en las zonas de Bogotá y sus alrededores.

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Toda cultura rock que se respete dibuja su médula con los colores propios de la conmoción. Es un género intenso y salvajemente urbano, en el que anida la angustia de habitar un mundo indolente.  Mientras una signiticativa cantidad de jóvenes se vinculaban a los grupos delincuenciales, otros fueron construyendo una importante cultura musical en el municipio.  Desde hace más de treinta años, Soacha se convirtió en la cantera del Rock en Cundinamarca, y en una de las influencias decisivas para el desarrollo del Rock duro en Bogotá.  Bares locales como “Bonnie and Clyde”, o “Woodstock Bar”, han impulsado bandas, esta vez musicales, como “Darkness”, que ha tenido amplia resonancia en Colombia e incluso en Suramérica.  


A comienzos de los años ochenta, el Hip Hop, otro ritmo urbano y contestatario, también comenzó a consolidarse como forma de expresión en las barriadas del municipio.  Trajo aparejadas expresiones que le son propias como el “Break Dance”, su baile, el “Graffiti”, su manifestación pictórica, y el “Beatbox”, una técnica que consiste en imitar con la boca los sonidos de percusión y de todos los instrumentos de la música Rap. Desde 2007 se celebra en Soacha un Festival de Hip Hop que ha resultado ser el evento musical más importante de ese género en Colombia.  Las convocatorias a los distintos festivales han sido encabezadas con consignas como “CONSPIRAR CONTRA EL HAMBRE”, “ROMPIENDO SILENCIOS” y “VIVA EL BARRIO”.  Hoy día existen más de 100 agrupaciones de la cultura Hip Hop en Soacha.    

En octubre de 2008 se realizó también el primer Festival “Sua Rock” espacio que buscó dar lugar a los 250 grupos de rock del municipio.  El boleto de entrada al festival era un kilo de alimento no perecedero, en solidaridad con los sectores más pobres de la población.  “Grinder” una de las bandas rockeras más conocidas, dice en su canción “Hipocresía”, lo que podría ser una respuesta para los que deciden la vida y la muerte de los jóvenes en Colombia:  

Criticas todo lo malo que tú ves en mi ser,
Date cuenta que yo soy un espejo, que refleja,
oscuros pasajes de tu alma,
Demonios que no quieres enfrentar.

A finales de septiembre de 2008 los medios de comunicación colombianos tenían enfocado todo su interés en los once jóvenes desaparecidos de Soacha.  Recogieron testimonios en donde se mencionaban volantes que habían circulado por la época de las primeras desapariciones; en ellos se ofrecía 800 mil pesos a cambio de un trabajo que no se especificaba en el comunicado.  También surgieron versiones de amigos cercanos a los muchachos desaparecidos; ellos le confirmaron al país que varios hombres, unos militares, otros paramilitares, les habían ofrecido trabajos relacionados con secuestros o labores de seguridad, a cambio de importantes sumas de dinero y con la condición de que mantuvieran en secreto el proyecto.  Los que no aceptaron la oferta quedaron vivos para contar el cuento.  

Una vez conocidas estas versiones, todas las miradas apuntaron hacia los grupos paramilitares, quienes, teóricamente, se habían desmovilizado desde el año 2006, pero ahora parecían estar nuevamente activos con nombres como “Águilas Negras”.  El gobierno los denominaba “bandas emergentes” y descartaba que tuvieran relación con las autodefensas desmovilizadas.

Algunos estudios señalan que la llegada de paramilitares a la zona se dio desde 1998, cuando hombres al mando de Víctor Carranza  -un mafioso de Boyacá conocido como “El zar de las esmeraldas”-  llegaron a Soacha patrocinando la formación de grupos de sicarios.  En el 2001 se dio a conocer públicamente la noticia de la conformación del Bloque Capital, el cual, según sus voceros, actuaba bajo la dirección de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá, al mando de Vicente Castaño.  Un poco más adelante, algunos narcotraficantes se interesaron en adquirir estas estructuras y es así como cierran el negocio:  Vicente Castaño le vende a Miguel Arroyave la “franquicia” del Frente Capital por la suma de 7 millones de dólares.

Los nuevos grupos de paramilitares-narcotraficantes recién asentados en la zona se ocupan de expulsar a las milicias de la guerrilla, persiguiendo a sus posibles colaboradores y generando un control progresivo sobre los barrios periféricos de Soacha.  La Fundación Arco Iris dice que “el Frente Capital no sólo buscó controlar zonas de operación de estructuras y milicias vinculadas a la guerrilla, de acuerdo con las declaraciones de su vocero público, sino que también estructuró flujos urbanos de ingresos estables y considerables, la mayoría de ellos relacionados con negocios ilegales, lo que incrementó el poder y la influencia de estos grupos, y la capacidad para corromper a los funcionarios y penetrar las instituciones de gobierno local”.

A diferencia de la guerrilla, los paramilitares actúan desde dentro del municipio.  Su estrategia pasa por instalarse y tomar control sobre la comunidad.  Buscan imponer modelos de pensamiento y de vida, y su principal herramienta es el terror.  De ahí que sus actividades adquieran visos de espectacularidad:  son acciones ejemplarizantes.  Su propósito explícito es defender el status quo de la sociedad; su interés encubierto es enriquecerse con negocios ilegales.  Los paramilitares articularon la base popular de su movimiento sobre los grupos delincuenciales activos en la zona. 

Paramilitares, narcotraficantes, parte de la delincuencia común y algunos sectores corrompidos de las autoridades comienzan entonces a operar conjuntamente.  Y  logran así consolidar su dominio sobre los sectores deprimidos del municipio.  Implementan sus acciones estratégicas al mejor estilo de la doctrina de la “Guerra de Cuarta Generación”, en la modalidad de “conflicto de baja intensidad”, unos conceptos militares inventados durante la era Reagan en Estados Unidos, y puestos en práctica en diversas partes del mundo.  Siguiendo los lineamientos de ese modelo, los combatientes involucran de manera directa a la población civil en su actividad, obteniendo de ella información, pago de extorsiones y complicidad de silencio; así mismo, imponen un conjunto de valores y normas culturales que los pobladores deben seguir al pie de la letra.  Los nuevos dueños del poder patrullan las barriadas en la noche, contribuyen a dirimir conflictos por la propiedad de la tierra, declaran objetivo militar a los drogadictos o ladrones de poca monta y estrenan su principal arma propagandística:  el panfleto.  De estos tiempos datan los primeros comunicados que anuncian  “Se acuestan, o los acostamos”, como advertencia a los jóvenes que parecen reacios a su autoridad.

En el año 2004 el narcotraficante conocido como “Daniel, El Loco Barrera”, era ya uno de los capos de la droga más poderosos en Colombia.  Tenía establecida una extensa red de contactos y había logrado lo imposible:  establecer nexos entre los paramilitares y las FARC, las principales fuerzas irregulares en guerra, para coordinar el tráfico de cocaína.  Barrera le compraba base de coca al Frente 43 de las FARC en el Guaviare; luego la llevaba hasta el Meta para su procesamiento y después la exportaba a través del Cartel del Norte del Valle, de Antioquia y de la Costa Atlántica.  Los llamados “Mellizos”, Miguel Ángel y Víctor Mejía Múnera, comandantes del bloque paramilitar “Vencedores de Arauca”, también fueron clientes de las FARC gracias a los “buenos oficios” de “El loco”.  Su creciente ascendencia hizo que en un arranque de osadía pidiera permiso a las autodefensas para matar a Miguel Arroyave, comandante del Bloque Centauros y dueño y señor del Bloque Capital.  Algunos miembros del estado mayor de las entonces llamadas Autodefensas Unidas de Colombia, dieron su beneplácito y fue así como Arroyave cayó asesinado a manos de alias “Cuchillo” y “Jorge Pirata”, dos comandantes muy cercanos a Barrera.  Desde entonces “El Loco Barrera” es quien manda y desmanda en las estructuras que operan en Bogotá y sus alrededores.  Dicen que no hay gramo de cocaína que pase por la capital sin la autorización y el respectivo pago de derechos a este personaje.

La historia subterránea de Bogotá registra que en la actualidad existen varias “Oficinas”, unos núcleos de delincuencia organizada, en varias partes de la ciudad.  Se habla de la “oficina” de Suba, al noroeste de la capital, la cual tiene satélites en Soacha y Bosa, al sureste de Bogotá.  El diario El Espectador publicó incluso que los jefes de esas organizaciones “permanecen en un edificio cercano a la zona esmeraldera, sobre la Jiménez con Séptima, y en la 134”.  También señalan que Daniel, El Loco Barrera “consolidó su presencia en Sanandresito de la 38 y en Corabastos y las extendió a los sectores populares de Soacha, Kennedy, Ciudad Bolívar, Fontibón, 7 de Agosto, Restrepo y el centro”.  Como quien dice, salvo la zona nororiental de la ciudad, en donde habitan y trabajan los ricos de Bogotá, prácticamente toda la capital se encuentra bajo la influencia de estas “bandas emergentes” o paramilitares, y ésta llega hasta el municipio de Soacha.

No es extraño, entonces, que la más reciente andanada de panfletos amenazando a los jóvenes, a los homosexuales, a los drogadictos, a los “intolerables”, hayan circulado en todo Bogotá y en Soacha.  Lo que sí enrarece el clima social son los segmentos de opinión, los miembros de la sociedad civil que aplauden ese tipo de acciones.  Extrañas madres las que dicen “Ojalá acaben con esos vagabundos a ver si se sanea el barrio”.  Extraños padres los que celebran la instauración de un imperio del miedo.  Muchos colombianos parecen no entender las consecuencias de entregarle sus destinos a la delincuencia y muestran fascinación por las soluciones totalitarias.

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Hasta septiembre de 2008 había pasado desapercibido un suceso que permitía desentrañar el misterio de los once desaparecidos de Soacha.  A comienzos de ese año, el Sargento Alexánder Rodríguez, adscrito a la Brigada Móvil XV que opera en Ocaña, denunció ante la Fiscalía, ante la Procuraduría y ante sus propios superiores del ejército, que había sido testigo de homicidios cometidos por sus compañeros contra civiles que luego fueron presentados como guerrilleros dados de baja en combate, para obtener los cinco días de descanso que su batallón daba como premio a quienes presentaran muertos de guerra.  El Sargento Rodríguez fue expulsado de las Fuerzas Militares y al día de hoy no ha sido reintegrado.

Foto de EFE

Las piezas comenzaron a encajar.  Pudo establecerse que los muchachos desparecidos fueron contactados por paramilitares en asocio con miembros de las fuerzas armadas, y mediante engaños habían sido trasladados a frentes de combate.  Una vez allí los conducían a parajes retirados y les disparaban a sangre fría.  Después, les ponían traje de camuflado y los hacían pasar como guerrilleros abatidos.  Los montajes fueron burdos  y dejaron pistas claras sobre lo ocurrido.  Algunos cadáveres tenían puestas botas de diferente talla en cada pie;  en otros casos, la talla de los uniformes era evidentemente inferior o superior a la del cuerpo que las portaba y varias de las heridas de bala habían sido perpetradas a quemarropa.  Eso sin hablar de los casos en los que la víctima tenía discapacidades físicas o mentales.

El Ministro de Defensa de Colombia, Juan Manuel Santos, anunció una profunda investigación en el interior de las Fuerzas Armadas.  A finales de 2008, 27 militares fueron retirados del servicio activo y se aceptó la renuncia del Comandante General del Ejército, General Mario Montoya, quien luego fue nombrado embajador en la República Dominicana.  En abril de 2009 se produjeron las primeras condenas a ocho uniformados por los casos de las desapariciones en Soacha.

En un comienzo se habló de once jóvenes desaparecidos, pero una vez el personero Escobar hizo las primeras denuncias, comenzaron a aparecer casos similares en todo el país.  Actualmente la Fiscalía adelanta  investigaciones sobre más de 900 casos relacionados con este tema, y ocurridos entre 2007 y 2008 en diversas regiones de Colombia.  Desde que se desató este escándalo, según el Ministro de Defensa colombiano, sólo reconoce un caso adicional.  El CINEP  -Centro de Investigación y Estudios Populares-  por el contrario, dice que entre julio y diciembre de 2008 se han documentado 35 nuevos casos de ejecuciones fuera de combate, conocidas como “falsos positivos” en Colombia.

Recientemente se supo que los intermediarios recibieron la suma de un millón quinientos mil pesos  -algo así como 600 dólares-  por cada uno de los jóvenes asesinados.  Aún no es claro quién pagó ese dinero.  Tampoco resulta convincente que los militares hayan llegado a semejantes extremos por obtener cinco días de licencia.  Todavía se investiga. 

Hay quienes señalan que este tipo de prácticas se llevan a cabo desde hace muchos años en ese país.  El DIARIO PÚBLICO, de Madrid  (España), señaló que:   documentos desclasificados del Departamento de Estado de EEUU y filtrados a la organización civil National Security Archive (NSA), un grupo de investigación ligado a la Universidad de Georgetown, revelan que la CIA conocía desde 1990 estas prácticas delictivas perpetradas por las fuerzas de seguridad de Colombia.”  Agrega que el ex embajador de Estados Unidos en Colombia Myles Frechette:  “califica a (Mario) Montoya de promotor del método del "body count", nombre utilizado para certificar éxitos en la guerra contrainsurgente y permitir ascensos en la carrera militar.”  La Organización COLOMBIA NUNCA MÁS, dedicada a rescatar la memoria histórica de ese país, asegura que ha creado un banco de datos que incluye el registro de 25 mil ejecuciones extrajudiciales, de las que 10 mil cuerpos nuca han aparecido.

Las consecuencias de este escándalo son impredecibles para Colombia.  El asunto de los “falsos positivos” ha hecho mella en la confianza de las demás naciones frente a las autoridades colombianas.  Navy Pillay, Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, dijo que la desaparición de estos jóvenes perfectamente puede ser juzgada por la Corte Penal Internacional, que entra a operar en Colombia precisamente en este 2009.  El 29 de abril, el gobierno de Gran Bretaña retiró su ayuda militar al país, al tiempo que dos senadores de la oposición anunciaron su decisión de denunciar los hechos ante la OEA.

Las denuncias del personero de Soacha adquirieron una dimensión que él mismo no imaginaba.  Una vez estalló el escándalo, recibió por correo en su oficina un panfleto elaborado con recortes de periódico y firmado por las “Autodefensas de Cundinamarca”, citando el lema “Los hermanos Castaño viven”.  Los autores del escrito se declaran defensores del presidente Uribe, del Ministro de Defensa y de las Fuerzas Armadas; luego acusan al personero de ser auxiliador del las FARC y le exigen que renuncie a su cargo, pues de no hacerlo, lo van a asesinar.  Frente a esta situación, Fernando Escobar le dijo a El Espectador:  “El estrés derivado de esto ha sido brutal y obviamente el tema de la seguridad me preocupa. Hace poco me visitó un hombre que dijo ser del Ejército. Estaba de civil, pero sacó un carné laminado que lo acreditaba como Mayor. Llegó a hacer preguntas. A mí no me gustó, sentí desconfianza. (…) La manera tan directa como me preguntó me hizo desconfiar. Le dije que esa información la trataba directamente con sus superiores. Luego llamé al Ejército y me dijeron que ellos no habían enviado a nadie.”  El gobierno adjudicó un vehículo y un par de escoltas para la seguridad del personero.

Fernando Escobar pertenece a una nueva generación del poder en Soacha.  Hasta el año 2005 y por más de dos décadas, el municipio había sido gobernado por la “Dinastía Ramírez”, una familia prestante del lugar que más de una vez se vio implicada en investigaciones y sanciones de la Procuraduría por sus acciones.  El balance de sus sucesivas administraciones es la Soacha de hoy día, sin más comentario posible.  Un trabajo de varios años y una veeduría estricta sobre las elecciones municipales, permitieron que nuevos sectores accedieran al poder local.  

Luis Fernando Escobar

La denuncia pública de los “falsos positivos” marca una profunda diferencia con la actitud de las pasadas administraciones.  De hecho, en la primera audiencia senatorial con las madres de los jóvenes ejecutados por el ejército, varias de ellas expresaron a través de micrófono, que hasta ese momento Escobar era el único funcionario estatal que había apoyado integralmente a las familias en este escabroso tema.  

Al momento de dejar su cargo, a Fernando Escobar le preocupaban las 93 denuncias que había recibido por desplazamiento interurbano:  personas que debían cambiar de barrio para proteger su vida o evitar que sus hijos fueran reclutados por algún grupo armado.  Los panfletos que amenazan a la juventud y que les recuerdan que en Soacha el permiso para seguir viviendo lo da la delincuencia, exacerbaron el miedo de los pobladores.  Escobar registraba con preocupación un conjunto de cifras y gráficos que guardaba en su portátil; mantener actualizadas las cifras era el elemento que le permitía tener códigos de interlocución con las autoridades regionales y nacionales.  Siempre le pedían cifras.  Las cifras son la quintaesencia de la administración pública. Y a Fernando Escobar, que conoce bien el municipio, le inquietaba el subregistro de las problemáticas. 

Aún el ex personero mira sin parpadear mientras escucha.  Definitivamente, pertenece a una nueva generación del poder en Soacha.   “Este tipo de situaciones se conocen desde hace muchos años.  Lo que pasa es que los funcionarios de control no han querido meterse en problemas y por eso se callan”, dice Fernando Escobar mientras cierra su portátil.  “Pero yo decidí no hacerme el pendejo”, agrega.

Soacha ya no es el bucólico paraje en donde los viajeros bogotanos se detenían para comer “garullas”, unos bizcochos de harina y queso por los que es famosa.  Soacha, que deriva su nombre de una alocución muisca que significa “Ciudad del varón del sol”, nunca volverá a ser la misma.  La grave dificultad de este municipio deriva de compartir con Bogotá los problemas más extremos en las poblaciones vulnerables.  Lo que no comparte es la capacidad institucional de la capital para resolverlos.  La buena voluntad de autoridades y sociedad civil, tienen la última palabra.

ADENDA: Por los falsos positivos de Soacha ha habido condenas en tres de los casos. Los demás, esperan que aún se haga justicia.

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