Por: Edith Sánchez
Son las cinco de la tarde y el sol se
mantiene incólume sobre las calles, pero los seres nocturnos ya han empezado a
reencontrarse entre los cuatro muros de “El trasnocho”, la tienda más antigua
del barrio. Hay sobretodo hombres bajos y cenizos, con la piel ancha y los ojos
oscuros. La mayoría viste saco de traje, o pantalón de traje, o traje entero.
Casi todos sonríen y se saludan entre sí, gritándose de mesa a mesa. Algunos
están allí desde temprano y no logran disimular su mirada turbia y su gesto
distante. En esta tarde calurosa, el olor a cerveza se ha convertido en un vaho
espeso y sedante que vuela sin pudor por todos los rincones. Un hombre de unos
sesenta y tantos años llega en un carro elegante y entra despacio, con la
expectativa del ausente que por fin apareció.
-
¡Tiempos sin verlo, don Abdón! –dice don
Jorge Eliécer emocionado-. ¡A usted quién le echó los perros, que no volvió por
acá!
-
La religión ya no me lo permite.
Todos ríen. Es un chiste
clásico: desde hace un par de décadas, pululan por el barrio diferentes
iglesias y no es raro ver gente “convertida” de la noche a la mañana.
-
¿No será que ya no lo dejan salir de la
casa? –replica don Jorge Eliécer.
-
Correcto. Ya no soy interno, sino
requinterno –le contesta don Abdón.
-
Eso está bien… que le pongan su bozal…
-
¿Cómo así?... Eso ni que yo fuera perro…
-dice don Abdón, y la carcajada se vuelve unánime.
“Es que él es un
vaselino… más perro…”, me dice un hombre desde otra mesa, como para explicarme
el asunto.
Una calle del Bosque Popular - Foto: Alcaldía Mayor de Bogotá |
Don Abdón saluda a
Estela, la hermana de José, que está detrás del mostrador y lo recibe con un
abrazo. Luego los dos juegan a empujarse. Miro alrededor y veo que probablemente
no hay nadie menor de cincuenta.
Mientras don Jorge
Eliécer toma un sorbo grande de cerveza recuerda el tiempo en que compró su
lote a los urbanizadores y se convirtió en propietario por primera vez en su
vida. Había llegado a Bogotá unos diez años antes, desde Gachetá. Emigró más
para alejarse del maltrato de su padre y sus patrones, que por el ansia ingenua
de probar suerte. Fue a parar La Estrada, en donde vivían unos tíos suyos que construían
casas por todo ese sector. Cuando comenzaron a vender los lotes de lo que sería
el Bosque Popular, le ayudaron a don Jorge Eliécer y a un hermano suyo, para
que se hicieran a un terreno que operaba como botadero en una zona que hoy es
el centro del barrio. Los hermanos compraron la propiedad por 13 mil pesos y
dos años después la vendieron por 22 mil. Así consiguieron el capital para adquirir
dos nuevos lotes y edificar sus casas en el sector conocido como “El trébol”.
“Yo compré el lote
cuando había muy poquitas casas por aquí. Eso eran los primeros años de los
sesenta. Me costó dos mil, o dos mil
quinientos pesos, no recuerdo”.
Me cuenta que los
constructores habían dividido el terreno en cuatro zonas: El Bosque, El Trébol,
Casa Blanca y Casa Nueva.
Cada propietario
construyó su casa como a bien tuvo, generalmente con la ayuda de un maestro de
obra y el concurso de familiares, amigos o alguno que otro obrero. Durante los
domingos era común ver grupos mezclando cemento al frente de las construcciones
y “tupiendo ladrillo”, alrededor de unas “amargas”. Normalmente edificaban un
primer piso, “echaban la plancha” y luego construían un segundo piso con
terraza. Casi todas las casas tienen amplios patios interiores y antejardines.
La obra total duraba años, pues se iba haciendo al ritmo de los vaivenes
económicos. El estilo replicaba las construcciones campesinas de Cundinamarca y
Boyacá, sitios de origen de la mayoría de los pobladores. “La casa de un
cundi-boyacense nunca termina de construirse”, dice Juan Becerra, un arquitecto
que nació y se crió en el barrio. “Cuando tú ves un montón de arena al frente
de una casa y pasan los años de los años, y siempre se renueva el montón, es
porque en esa casa vive un cundi-boyacense”, agrega.
Se dice que gran parte
de los primeros habitantes del Bosque Popular eran empleados de empresas de
servicios públicos, quienes, debido a su labor, se ponían apodos entre sí. A
los empleados del acueducto los llamaban “sapos”; a los de obras públicas se
les decía “grillos”; los de la energía eran “micos”; a los del aseo los
llamaban “marranos”; y luego, a los de la empresa de teléfonos los apodaban
“loros”. Algunos habitantes afirman que el nombre “Bosque Popular” se debe a la
presencia de “toda esa fauna” en el sector. Otros piensan que se le dio el
apelativo de “Popular” para oponerlo al “Bosque Izquierdo”, un barrio tradicional
de clases altas. La versión más creíble es que que hasta mediados del siglo XX
el occidente de Bogotá fue una espesa arboleda deshabitada y para los
habitantes de la ciudad era un bosque que pertenecía a todos: un Bosque
Popular.
Mientras don Jorge
Eliécer me habla, no puedo dejar de pensar en que él, como todos los demás
propietarios de esta zona, viven sobre un terreno que llegó a sus manos gracias
a uno de los fraudes más colosales que se haya dado en Bogotá.
La
tierra. Historia de un fraude
Los terrenos en donde queda lo que hoy
se conoce como el barrio Bosque Popular, fueron vendidos a gente como don Jorge
Eliécer por dos urbanizadoras: Cuellar Serrano Gómez y Martínez Cárdenas y Cía.
Ambos constructores formaban parte de la Asociación de Urbanizadores y
Parceladores, creada en 1954 cuando Gustavo Rojas Pinilla anunciaba la creación
del Distrito Especial de Bogotá, anexando para ello los seis municipios que bordeaban
la ciudad.
Las dos firmas
compraron los terrenos al Padre Joaquín Luna y a la Beneficencia de Cundinamarca.
En aquel entonces, a nadie se le ocurrió cuestionar la transacción. Al fin y al
cabo la ciudad vivía una expansión sin antecedentes, alentada desde el poder
por Rojas y desde la comunidad por los cientos de familias que seguían llegando
a la ciudad después de la violencia iniciada en el 48. Lo cierto es que los
terrenos que tan alegremente unos vendían y otros compraban, formaban parte de
la Hacienda El Salitre, un legendario predio que José Joaquín Vargas le había
regalado a la gente pobre de Bogotá.
Sobre la vida de Vargas
no se conoce mucho. Se sabe que nació accidentalmente en París durante unas
vacaciones de sus padres, León Vargas Calvo y María Josefa Escobar. Era sobrino
nieto de Luis Vargas Tejada, el mayor dramaturgo colombiano del siglo XIX,
autor de la famosa obra de teatro “Las Convulsiones”; el mismo que perseguido
por sus ideas independentistas se refugió en una cueva por más de un año a
escribir y murió ahogado cuando emprendió la huída hacia Venezuela.
J.J. Vargas, como es
más conocido, también era sobrino bisnieto de Josefa Acevedo y Gómez, la hija
del Tribuno del Pueblo que encendió a la multitud el 20 de julio de 1810, con
aquello de “Si desaprovecháis estos momentos de efervescencia y calor”, etc.
Fue un hombre de la
alta sociedad bogotana durante toda su vida. Estudió Derecho en la Universidad
del Rosario y por 15 años continuos fue presidente del prestigioso Jockey Club
de Bogotá. Vivía en La Candelaria, en la zona que hoy es conocida como “Parque
el Palomar del Príncipe”, en una hermosa mansión. Dicen que para su
desplazamiento personal alquilaba un vagón de tren, en donde viajaba con su
caballo.
Heredó de sus padres la
Hacienda El Salitre, que comprendía todo el terreno ubicado entre lo que hoy es
la Carrera 30 y la Avenida Boyacá, de oriente a occidente; y entre la Calle 72
(antigua Avenida Calle 68) y la calle 22, de norte a sur. Eran 1.500 hectáreas
en total.
El terreno era una
herencia que recibió su madre a mediados del siglo XIX y que fue objeto de un
largo litigio en los juzgados capitalinos. Se sabe que los primeros dueños fueron
los Rivas, particularmente Nicolás de Rivas, quien terminó fusilado por los
españoles durante la guerra de Independencia. Su muerte y la de su hermano
Rafael, dio lugar a una seguidilla de compras, ventas y arrendamientos que
enredaron la tenencia de la propiedad, y que sólo concluyeron hasta 1873 con la
finalización del pleito a favor de León Vargas Calvo, en representación de su
esposa.
José Joaquín Vargas
nunca tuvo hermanos, ni hijos y jamás se casó. Unos quince años antes de morir
elaboró su testamento en una página y media; allí resume su vida y define el
rumbo que tomarán sus bienes. Lo registró en la Notaría Tercera de Bogotá, en
sobre debidamente sellado y lacrado, el 6 de diciembre de 1922. Expresó de viva
voz ante testigos que “dentro de este pliego se encuentra mi testamento”, el
cual fue guardado en una caja de hierro. Luego murió, el 2 de marzo de 1936, de
una hemorragia cerebral, a sus 68 años. 22 días después fue abierta la caja y
se comprobó que el documento se encontraba en perfecto estado, por lo cual se
dio a conocer plenamente su contenido.
Fue así como se supo
que J.J. Vargas había donado todos sus
bienes a diferentes obras de beneficencia, particularmente al Hospital San Juan
de Dios de Bogotá, al cual le otorgó un “Derecho de dominio proindiviso sobre
la finca raíz de la Hacienda El Salitre”, la cual entonces tenía una extensión
que se estableció en 2.100 fanegadas. Así mismo, Vargas dejó instrucciones para
que sus bienes fueran distribuidos entre otras obras sociales así: 20 unidades
al Asilo de San José para niños desamparados; 20 unidades al Hospicio de Bogotá;
20 unidades a la Asociación San Vicente de Paul de Bogotá; y 10 unidades al
asilo de indigentes hombres y mujeres de Bogotá. Dejó instrucciones para una
repartición análoga, en caso de que aparecieran bienes que no estuvieran
registrados en el documento.
Algún funcionario del
Estado interpretó el testamento de Vargas de manera amañada. Se abrió paso la
tesis de que lo procedente era entregarle todo el legado a la Beneficencia de
Cundinamarca para que lo administrara, pese a que ningún aparte del testamento
sugería esa intermediación. Y olímpicamente esa entidad se quedó con todo para
dejar que se hicieran ochas y panochas con los terrenos, hasta la fecha.
El primero que lanzó un
zarpazo fue el presidente Alfonso López Pumarejo, quien expropió un lote de 177
fanegadas para construir allí la ciudad universitaria donde aún funciona la
Universidad Nacional. Lo hizo el 13 de marzo de 1936, cuando todavía estaba
tibio el cadáver de Vargas y ni siquiera se había dado lectura formal a su
testamento.
Luego, el General
Gustavo Rojas Pinilla intervino el Occidente sin ningún recato. Allí construyó
el Aeropuerto Internacional Eldorado y la Avenida que lleva ese mismo nombre.
También desarrolló las obras del CAN.
Más adelante, Virgilio Barco también
exprimió la “tierra sin dueño” que había sido legada por José Joaquín Vargas.
Siendo alcalde de Bogotá, recibió la noticia de la confirmación de la ciudad
como sede del Congreso Eucarístico Internacional, al cual asistiría el Papa
Pablo VI. Tal vez por vergüenza, tal vez por sentido de la oportunidad, Barco
decidió ordenar la construcción de la Carrera 68, que también es conocida como
Avenida del Congreso Eucarístico o Avenida El Espectador, dado que durante
mucho tiempo funcionó allí la sede de ese diario. Su Santidad había logrado el
milagro.
Unos 30 años más tarde, cuando
Barco fue Presidente de la República, fomentó la construcción de “Ciudad
Salitre”, una urbanización que se considera el único proyecto de vivienda
verdaderamente planificado en el país.
No se tiene noticia de que el
Hospital San Juan de Dios, o alguna de las otras obras de beneficencia a las
que José Joaquín Vargas donó su fortuna, hayan recibido un solo peso por esos
terrenos que tan hábilmente se fueron utilizando.
El
agua. Historia de una destrucción
Resulta
por lo menos curioso que los primeros habitantes del Bosque Popular hubieran tenido
problemas para abastecerse de agua. Y es curioso porque durante siglos, más
bien miles de años, todo el terreno que ocupa el barrio había estado anegado.
[…]
La zona que ocupaba la
Hacienda El Salitre aún se mantenía prácticamente virgen. El cronista José
María Cordobez, en sus “Reminiscencias de Santa Fe y Bogotá”, la describía así:
“El Salitre, era un gredal negruzco en donde se quedaban prendidas las cabalgaduras
lo mismo que las moscas en miel espesa: ese lugar se hizo célebre porque allí
quedó pegado, con mula y todo, Monseñor Lorenzo Barilli, Nuncio del Papa, en el
año de1857, a su regreso a Roma.”
A la llegada de los
españoles, de los cerros nororientales de la sabana bajaban más de 200
quebradas, organizadas mediante un proceso de regulación natural de aguas que
operaban como esponjas y filtros naturales, y que finalmente desembocaban en el
Río Bogotá. Lo que los invasores vieron como un enorme lodazal era en realidad
una fantástica red de humedales que los Muiscas jamás tocaron, pues intuitiva y
empíricamente conocían su valor.
Durante siglos el
terreno de El Salitre permaneció básicamente deshabitado. Por su área se
extendían varias pequeñas lagunas y un bosque tupido, plagado de fauna, que
escasamente era visitado para obtener madera, aunque no de forma intensiva.
Salvo por pequeñas crías de ganado y uno que otro camino abierto por el
desespero, la zona se mantenía impoluta. Pero en tiempos de la colonia, esos
territorios eran vistos como un pantano inservible.
Cuando la Beneficencia
de Cundinamarca se hizo cargo de la Hacienda El Salitre, vendió una porción de
tierra al famoso Padre Luna para que iniciara allí su programa de Granjas
Infantiles. La obra tenía una extensión de 18 fanegadas. Las instalaciones
educativas se ubicaban en lo que hoy corresponde al Instituto Técnico
Industrial Francisco José de Caldas; lo demás era área de trabajo, destinada a
la capacitación en labores del campo para los jóvenes abandonados de la ciudad,
conocidos desde esa época como “gamines”.
El Padre Luna era de origen campesino; había nacido en
Santander, vereda de San Andrés, provincia de García Rovira. Perdió a su padre
siendo muy niño y creció en medio de una enorme pobreza. Josefa, una de sus hermanas,
le contó a El Tiempo que: “a los 10 años, en una ausencia de mamá, cogió sus
cositas y solo se matriculó en el seminario”.
Su gran obsesión fueron siempre los niños abandonados,
siguiendo las enseñanzas de San Juan Bosco. Por eso, en cuanto le fue posible,
fundó sus granjas infantiles, con la convicción de que la ciudad corrompía los
espíritus y por eso el camino para la recomposición del ser humano era la
vuelta al campo. Así que se dedicó a recoger niños de las calles y llevarlos a
su institución para capacitarlos en labores agrícolas. Quienes lo conocieron dicen
que su lema eran las palabras de San Pablo: “Si yo hablase todas las lenguas de
los hombres y de los ángeles y no tuviera caridad, sería como metal que suena y
campaña que retañe”. Abogó también por implantar la investigación obligatoria
de la paternidad, desde todos los púlpitos en los que se escuchaban sus
sermones.
[…]
La construcción del Aeropuerto y la Avenida Eldorado afectó
la existencia de la gran laguna que había en esa área, fragmentándola en los
humedales de Capellanía y Jaboque. Por
su parte, la urbanización de los terrenos ubicados hacia el norte destruyeron
de manera significativa el equilibrio del agua y de ello sólo queda el “Humedal
El Salitre” que apenas fue reconocido como tal mediante una Resolución de
Agosto de 2009.
Las oleadas de inmigración desaforada que se descolgaron
durante las décadas de los 50 y 60 cambiaron por completo el paisaje de la zona
y fueron definitivos para el delicado ecosistema que imperaba en el lugar.
Don Jorge Eliécer tiene un recuerdo vago de la presencia del
agua en lo que hoy es el Bosque Popular: “Aquí había una laguna, donde terminan
El Técnico y Cafam; todo eso estaba lleno de agua, hasta pasando la Avenida Eldorado.
A nosotros nos tocó pagar desecación de esa laguna, yo tengo por ahí la
cartilla que nos dieron con las instrucciones. Hicieron un canal para sacar
toda esa agua al Río Bogotá, allá en la 80. El canal pasaba por debajo de donde
ahora están edificios de El Gualí. Antes de eso, por acá todo era guineo y
junco, hasta donde queda Eldorado”.
Con el nuevo aeropuerto
desapareció el aeródromo de Santa Cecilia, también conocido como “Aeropuerto de
LANSA”, ubicado en lo que hoy es el barrio Normandía. Por obvias razones
despareció también el Aeropuerto de Techo y el señor Jenaro Rico en compañía de
otros bogotanos, construyeron en su lugar el Hipódromo de Techo. Con ello desapareció
el llamado “Hipódromo de la 53”, el cual estaba ubicado en lo que actualmente
es el barrio Galerías. Todos estos movimientos y nuevas obras comenzaron a volver
atractivo el occidente para los nuevos pobladores de Bogotá y, por supuesto,
para los constructores que estaban en auge. De ser un territorio prácticamente
abandonado, toda la extensión de la Hacienda El Salitre pasó a ser un foco de
expansión.
[…]
El aire. Historia de un jardín encantado
Después
de instaurada la República, el patrimonio ecológico del país fue considerado un
tema menor. Pese a que la Expedición Botánica realizada por José Celestino
Mutis fue uno de los factores que incendió la revolución de independencia, los
republicanos no vieron en la protección del patrimonio natural una razón que
les quitara el sueño. Rápidamente olvidaron que del Observatorio Astronómico de
Bogotá, en donde se conservaba la mayor parte de la documentación de la
Expedición de Mutis, hayan salido directo para el cadalso varios de nuestros
próceres. Tampoco le dieron trascendencia al hecho de que Pablo Morillo, El
Pacificador, poco después de fusilar a Francisco José de Caldas, haya dado la
orden perentoria de incautar 104 cajones “de vara en cuadrado”, donde estaban
recopilados todos los documentos, muestras y dibujos de Mutis. Se sabe que bajo
la más absoluta custodia, los envió a Madrid en 1816 y que allí se encuentran
desde entonces. El material era considerado subversivo.
Pasaría más de un siglo antes de que la naturaleza volviera a
ser tema de preocupación.
Enrique Pérez Arbeláez fue un intelectual de esos que se dan
una vez cada siglo. Una espléndida combinación entre científico riguroso y
humanista decidido. En Bogotá estudió Latín, Griego, Literatura y Humanidades;
en España, Filosofía, Biología, Química, Matemáticas, Mineralogía, Cosmografía
y Técnica Microscópica. Luego se doctoró en Alemania en Filosofía y Ciencias
Biológicas. Cuando volvió al país, se dedicó obstinadamente a crear una escuela
de Botánica en la Universidad Nacional. En esas andaba cuando comenzó a rumiar
la idea que ocuparía todo el resto de su vida: hacer una segunda expedición botánica
y poner en funcionamiento un jardín que sirviera tanto de centro de
investigación, como de espacio para la divulgación y apropiación del patrimonio
natural del país. Corría 1937 cuando lo propuso por primera vez.
En su empeño encontró una cómplice que se convertiría en su
fiel escudera para siempre. Se trataba de Teresa Arango, una antropóloga
calarqueña, amante apasionada de la lectura y fumadora compulsiva. Los dos
emprendieron una cruzada por la creación del Jardín Botánico, con una terquedad
conmovedora. Los animaba la convicción de que en el patrimonio natural había
claves para nuestro pasado, presente y futuro como nación: “Para tener patria es
preciso planear el bien humano a partir de la potencialidad del suelo poseído”,
decía Pérez Arbeláez.
Después de reclutar para su causa a los científicos más
célebres de la época y de insistir con vehemencia frente a todas las
autoridades oficiales, por fin el Concejo de Bogotá les entregó 26 fanegadas en
comodato para que construyeran el jardín, en 1955. El terreno era una antigua
zona de relleno, ubicada en lo que todos llamaban “El Bosque Popular”.
Teresa Arango evocó el
momento de la fundación con estas palabras: “Hace 35 años que llegamos a este
lote poblado de eucaliptos y acacias, el Alcalde Mayor Roberto Salazar Gómez,
el fundador Enrique Pérez Arbeláez, su amigo y compañero R.P. Lorenzo Uribe,
algunos amigos y yo, para la bendición de una pequeña piedra y la fundación del
futuro Jardín, en sencilla ceremonia.(…) irradiaba su rostro de alegría cuando
nos explicó cómo la especialidad del Jardín sería la vegetación de los Andes y sus bosques,
‘cumbre de la complejidad biológica’.”
Jardín Botánico José Celestino Mutis - Foto: Alcaldía Mayor de Bogotá |
La obra fue bautizada con el
nombre de “Jardín Botánico de Bogotá, José Celestino Mutis. A pocos metros de
allí ya estaba funcionando el Instituto Técnico Industrial “Francisco José de
Caldas”. Por cosas del destino, los dos puntales de la ciencia en la gesta libertadora,
volvieron a reunirse en nuevos parajes.
Los emprendedores ya tenían un
terreno, pero casi ningún otro recurso. Estaban “vendiendo un paquete de
ilusiones, para adquirir fondos, sin más respaldo que el capital intelectual de
su fundador”, dice Teresa Arango.
La primera entidad en
ayudarles fue el Instituto Geográfico Agustín Codazzi, que les otorgó recursos
en dinero, además de mapas y un jeep, en el cual Pérez Arbeláez inició las
excursiones del caso. La primera de ellas a Salento, Quindío, para traer semillas
de Palma de Cera, “La Reina de Los Andes”. Inauguraron entonces el Jardín con
la siembra del Árbol Nacional. No habían pasado muchos años cuando algunos
gobernantes intentaron cercenar el terreno dado en comodato y hasta cambiar su
función y propósito. Pero Pérez Arbeláez no se andaba por las ramas y uno a uno
les fue diciendo “cuántas moscas son tres pares”.
Los apoyos también
fueron muchos. Eduardo Santos, ex presidente de Colombia, y su esposa, la
famosa Lorencita Villegas, fueron dos de las figuras seducidas por el encanto
del jardín. El primero era amigo personal de Pérez Arbeláez y siempre le dio su
apoyo. La segunda le metió mano al asunto: ideó, diseñó y sembró personalmente
una hermosa rosaleda que hoy lleva su nombre.
Alberto Lleras Camargo,
otro de nuestros ex presidentes, llegó de un viaje por Europa cargado con
semillas y cogollos de rosas, para que fueran sembrados en el Jardín. En 1965
los célebres abogados y políticos Luis Carlos Pérez y Gerardo Molina,
consiguieron la aprobación de la llamada “Ley 10”, que le concedió un
presupuesto de cinco millones a la obra para la construcción de los
invernaderos. Sin embargo, el presidente Guillermo León Valencia, al momento de
sancionar la norma, sólo giró un millón y medio de pesos.
Hubo entonces años de
incertidumbre porque el dinero no era suficiente para completar la infraestructura
básica del Jardín. Teresa Arango dice que esto “afectó anímicamente al fundador,
ya fatigado y de pulso vacilante. Vi Con pena que el Jardín también languidecía
y que Bogotá y sus dirigentes no estaban maduros para un logro cultural de esta
envergadura, y así lo expresé en forma clara y concisa al Alcalde Emilio Urrea,
quien calificó mi reclamo como un terrible ‘memorial de agravios’.”
Tan impresionado debió quedar
Urrea con la recriminación de Teresa Arango, que pronto visitó el Jardín en
compañía de su esposa Bertha, y del Secretario de Obras Públicas, Ignacio Gómez
Camacho. Pretendían darle aliento al fundador y mostrar su voluntad de
colaboración. Poco después también los visitó el presidente Carlos Lleras
Restrepo y terminó calificando la obra como “un tesoro, una pepa de oro”;
enseguida se apresuró a hacer efectivos los tres millones de pesos que faltaban
para completar la labor.
Para finales de los
sesenta el Jardín era ya una realidad a plena marcha, pero aún estaba lejos de
lo que sus creadores ambicionaban. Don Jorge Eliécer recuerda que “eso era un
terreno cercado y allá nadie entraba. Era como un potrero más. A nadie le
interesaba lo que hacían ahí porque eso no tenía nada que ver con la gente”.
Enrique Pérez Arbeláez
murió en 1972, pero el alcalde Alfonso Palacio Rudas nombró directora del Jardín
a Teresa Arango en 1974, con el encargo de terminar la obra. Ella estuvo 16
años a cargo de la entidad y la convirtió en una institución sólida que hoy es
el jardín botánico más grande de Colombia y el más completo de América Latina
en especies andinas. También tiene la colección de flores tropicales más grande
del mundo.
[…]
El
fuego. Apuntes para la historia de una comunidad sin luchas
Estela ha vivido en el Bosque Popular
durante 47 de los 52 años que tiene el barrio. Y atiende en “El trasnocho”
desde muy niña. Hoy en día es una mujer de más de cincuenta años, con piel de
porcelana y ojos profundos. “Tengo fama de malgeniada y de jodida”, dice y se
ríe. Ella se ha echado a cuestas la tarea de vivir entre hombres borrachos. Los
conoce como a la palma de su mano y más de una vez ha tenido que enfrentarlos
“cuando se pasan de revoluciones”. Como esa ocasión en la que fue a mirar por
qué su hermano no cerraba el local, a pesar de que ya era muy tarde, y vio que
otro hombre “lo tenía encuellado”. Su reacción fue tomar un puñado de ají y tirárselo
por la cara al agresor, que quedó vencido e iracundo. Entonces, la amenazó de
muerte. Era un malandro del sector: la amenaza iba en serio. Por eso sus padres
no la dejaron ir a estudiar por unos días. “El tipo me iba a matar. Pero
resulta que dizque sufría de los ojos, entonces con la echada del ají como que
se mejoró. Yo me lo encontré como al mes, y después de que quiso matarme, me lo
encontré y me dio las gracias porque como que estaba mejor de los ojos.”
La tienda es una
herencia que recibió de sus padres y que ella administra en compañía de Carlos,
su hermano mayor. “El local ya estaba hecho cuando llegamos. Al comienzo no se
vendía porque no había mucha gente. Lo que había era mucho potrero, mucho lote
desocupado. Y como no se vendía, tampoco había con qué comer; había días en que
una vecina botaba cosas al frente y nos tocaba ir a recogerlas para comer. Lo
que se vendía a veces era un dulce de 2
centavos, de 5 centavos. Cerveza siempre hemos vendido, pero la clientela era
muy poquita. Llegamos a vender almuerzos para los obreros que estaban por aquí
construyendo. Pero lo que siempre hemos vendido, lo que nos sacó adelante, fue
la venta de cerveza y de harina, que la tenemos desde un comienzo.”
El nombre de “El
trasnocho” no se lo dieron los propietarios, sino la misma comunidad. Gente
como don Jorge Eliécer, que visita la tienda casi diariamente desde hace más de
cuarenta años. “Yo venía acá desde cuando atendían los papaes de Estela, don
José y doña María, por ahí en el año 60 ó 62. Comenzó a llegar gente de por acá
como un berraco y muchos amanecían. Entonces doña María atendía por ahí de 6 de
la tarde hasta las 10 de la noche; después don José se levantaba a atender por
ahí hasta las 4, 5 de la mañana. Entonces por eso todo el mundo empezó a llamar
‘El trasnocho’ a esta tienda.”
Estela, don Jorge
Eliécer y muchos otros, recuerdan muertos de la risa los tiempos del Padre
Avellaneda, el primer párroco del barrio, que fue retirado por la Curia después
de varios escándalos. Comentan que bebía como cosaco y, se dice, mas no se
sostiene, que era débil de carne y mundo, al punto que hubo habladurías en
torno al curso prematrimonial que le daba a las jóvenes que lo buscaban para
casarse. Después llegó el Padre Fabio Mejía y con él las cosas fueron a otro
precio. La mayoría de la comunidad lo considera un santo. Fue él quien pidió
apoyo a la comunidad para construir la Iglesia San Felipe Apóstol, en la cual
todavía vive. Allá mismo reza tres rosarios todos los días, desde las 2 de la
mañana, en compañía de los fieles que quieran acompañarlo.
La tienda es pequeña y
siempre está repleta de gente. La entrada es estrecha y las mesas y sillas son
de plástico blanco. Al fondo hay una vitrina anacrónica, de madera y vidrio y
encima de ella permanecen exhibidos pequeños bultos de harina y granos: habas,
cuchuco, arvejas, garbanzos y lentejas. Dentro de la vitrina antes había dulces
y golosinas, pero desde hace un par de años lo que se encuentra allí son
frascos con sofisticadas delicias que contrastan con el lugar: macadamia,
pistachos, nueces del nogal, flores de Jamaica, arándanos… “la gente lo pedía”,
me dice Estela, “por eso surtimos con eso”, agrega.
Al fondo, en la pared,
está colgado el legendario salchichón en un modular sencillo que también
contiene otros abastos. A la derecha hay un pequeño refrigerador con cervezas y
gaseosas de todas las marcas. A su lado está el orinal, un diminuto espacio
cubierto por media puerta de metal. Al fondo de éste brillan varias “chicas
Águila” pegadas en la pared.
Gran parte de la
historia del Bosque Popular ha pasado por “El trasnocho” bien sea en forma de
rumor, o bien como confesión, intriga o conspiración.
Se trata de historias
sencillas, de amores, traiciones, deudas, angustias y fracasos. El barrio no
parece tener vocación épica. Llama la atención que durante las décadas de los
sesenta, setenta e incluso ochenta –tiempos de gran agitación popular-, no se haya
registrado mayor movilización por parte de la comunidad del barrio, con
excepción del paro cívico de 1977 que sacó a la calle a una multitud furiosa,
especialmente en la zona de la Avenida Rojas. Esa expresión, sin embargo, no
era barrial como tal, sino el fruto de acciones de grupos aislados de jóvenes
que tenían alguna militancia dentro de la izquierda.
También hubo personas
con figuración política individual, como “La guacha”, doña Cecilia López de
Rodríguez, concejal por el Partido Liberal y reconocidísima en el sector por su
carácter explosivo y su lenguaje extravagante.
Pero en general, la
gente ha vivido sin mayores expresiones de participación protesta. Las calles
se pavimentaron sin prisa y sin pausa; así nacieron las avenidas que rodean el
barrio y lo conectan de manera muy efectiva con el resto de la ciudad. No hubo
movilización ni siquiera por la tremenda arbitrariedad con que fue construida
la Avenida Rojas, de la cual se dice que “concentra la mayor galería de
violaciones a las normas urbanísticas, de medio ambiente, de movilidad y
seguridad vial en la ciudad.” Esto, debido a que a todo lo largo de ese importante
corredor que conecta la Avenida Eldorado con la Autopista a Medellín, se
empotraron una cadena de torres que llevan la energía de alta tensión al
sector, y que llegan a rozar las ventanas y las terrazas de las casas. También
hay andenes que no alcanzan más de metro y medio de extensión y la
contaminación visual, acústica y atmosférica es altísima. Pese a todo ello, el
tema solo ha sido tocado recientemente para declarar que no se pagará el
impuesto de valorización hasta tanto no se adecúe la avenida a las normas
urbanísticas vigentes.
La comunidad del Bosque
Popular se ha caracterizado por ser muy apacible, más bien pasiva. Es un sector
de clase media en el cual imperan valores de disciplina, orden y trabajo. El
mayor dinamismo se da en torno a la Iglesia en donde se mantiene una fogosa
actividad de grupos juveniles y grupos de oración para adultos. También han
llegado diversas iglesias al barrio y todas encuentran su audiencia.
El hermano menor de
Estela, José Agustín, ha sido un testigo de excepción en todos estos procesos.
Es el cronista del barrio por excelencia. Además de haber sido uno de los protagonistas
de lo más parecido al único movimiento comunitario que ha existido en la historia
del Bosque Popular, también se convirtió en el fotógrafo oficial de muchos de
los eventos sociales que tienen lugar entre los pobladores. Todos los 31 de
octubre, José instala un escenario infantil al frente de su casa, con
personajes elaborados en cartón que él mismo diseña. Al lado de esas figuras
desfilan infinidad de niños de barrio para tomarse la foto oficial del Día de
los niños. Esto ocurre hace 20 años y como José no pudo hacerlo el año pasado,
le hicieron recriminaciones: “Se tiró la colección”, le decían. Ha visto crecer
y envejecer a varias generaciones bajo su lente. Conoce a todos y sabe todos
los “qué” y los “por qué” de lo que ocurre en el barrio.
Después de haber vivido
en el centro por varios años, regresó al barrio cuando ya estaba casado e
incursionaba oficialmente en el mundo de la imagen. Se había formado en la Juventud
Comunista y en los dominios del sindicalismo; finalmente terminó involucrado
con el M-19 y a finales de los ochenta se acogió al proceso de paz que firmó el
gobierno con ese movimiento.
[…]
No fue posible
encontrar fuentes que confirmaran de primera mano la versión de algunos
pobladores, pero hay suficientes razones para darle crédito a los testimonios
recogidos.
Al parecer, algunos
hombres de Víctor Carranza, el famoso Zar de las Esmeraldas, tenían contacto
con pequeñas mafias de venta de drogas que operaban en el sector. Frente a la
problemática de inseguridad, ofrecieron dinero para comprar “lo que fuera
necesario” con tal de desterrar a esa pequeña delincuencia. Se habló entonces
de una campaña de “limpieza social”. Se afirma que Julio elaboró una lista con
los nombres de las personas que debían eliminarse, y que fue apoyado en ello
por un policía que vivía en La Estrada y por los sectores más conservadores de
la comunidad. En esa lista figuraban algunos pequeños maleantes, pero también
se incluían a otros habitantes del barrio como los jóvenes que habían defendido
a “Bazuco” de la golpiza cerca del parque.
Los muchachos de la
Junta de Acción Comunal recibieron amenazas de muerte por teléfono y una de las
integrantes del grupo decidió renunciar e irse del barrio.
Más adelante
aparecieron los cadáveres de cuatro jóvenes cerca del Centro de Salud. Y se
habló de otros tres muchachos que habían sido llevados hasta el sector de Las
Ferias para asesinarlos.
Existe la fotografía de
un graffiti que dice: “Comenzó la limpieza. Atte: Águilas Negras”.
Los hechos nunca fueron
aclarados, pero sí se convirtieron en un factor que desgastó seriamente el
trabajo de la Junta de Acción Comunal vigente en ese entonces. José Fagua era
señalado por muchos como la persona que había elaborado la lista negra, por eso
decidió tomar el toro por los cuernos. “Hablé con Martín, que era un vicioso
muy alegre y dicharachero, y que jugaba fútbol con todos los viciosos por allá
en la bolera del Salitre. Le dije: ‘Cuádrelos en la bolera y yo voy y hablo con
ellos.’ Y fui. Cuando llegué me recibieron diciendo ‘ábrase hijueputa, a qué
viene’. Entonces Martín intervino,
porque ése era bravero y todo, y dijo ‘Déjenlo hablar, que él también tiene
derecho’. Y entonces les conté la historia. Supieron de dónde venía la lista y
todo. Ahí sí se calmaron.”
[…]
Lo cierto es que ahora
en el Bosque Popular casi todas las casas y los negocios están aprisionados por
rejas. La gente ahora le tiene miedo a la gente. Son muchos los atracos a viviendas
y almacenes que se han dado en los últimos años Y han sido tantas las quejas
que la policía instaló un cuadrante exclusivo para el sector, desde hace apenas
unos seis meses. Ya ha habido varias capturas y la seguridad del barrio viene
mejorando. Los habitantes culpan de la inseguridad a gentes de la zona, pero
también a maleantes de otros barrios aledaños.
En “El trasnocho”, don
Jorge Eliécer y Estela a veces se sienten extranjeros dentro de este Bosque
Popular del presente, que les causa extrañamiento.
-
Ya muchos están viejitos. Otros han
vendido las casas y se han ido del barrio. Otros arriendan, le arriendan a
cualquiera; entonces la gente que uno ve es nueva y no se puede confiar en
ellos. Ya no hay confianza como antes. A los arrendatarios no les importa el barrio,
por eso esto se ha vuelto más inseguro -dice Estela.
-
Eso es verdad –señala don Jorge
Eliécer-. Ahora todo el mundo está construyendo edificios por aquí, para
arriendo o para negocio. Por eso hay tanta gente desconocida.
Mientras hablan, entra
un hombre con buena carga de años encima y grita.
-
¡Vengo por mi dosis personal, Estelita!
Pero ni Estela, ni don
Jorge Eliécer le prestan atención.
-
Acá hubo un grupo que siempre estuvo
viniendo, como durante 20 años. Eran más o menos unas 25 personas. Y éramos
como una familia. Antes todos eran conocidos. Tan conocidos, que mi papá era
capaz de dejarles la puerta cerrada y ellos se quedaban tomando toda la noche y
por la mañana decían “Vea yo me tomé esto, pago esto” o “cogimos esto” y
pagaban. Pero así, porque eran conocidos –indica Estela.
-
Yo estoy esperando a que se me resuelvan
unos problemas en la casa para irme de aquí. No quiero irme a otro barrio, sino
al campo, a una finca que tengo en La Mesa. Aquí ya no me amaño –agrega don
Jorge Eliécer.
El hombre que venía por
su dosis personal ha tomado una cerveza del refrigerador y se dispone a
destaparla. Estela lo mira.
-
Se me olvidó pedirle permiso Estelita.
Pero como yo tengo abuso de confianza aquí… ¿cierto?
Todos ríen. Cae la noche.
***
* El texto completo puede consultarse en el archivo del Instituto Distrital de Patrimonio Cultural de Bogotá.
Respetada Edith:
ResponderEliminarMe es grato saludarte y admirar una vez más tus aptitudes y gran facultad literaria.
Un abrazo
Vicente Rodríguez
donvisoster@gmail.com
Muy interesante el texto, muchas gracias. Me pregunto: en qué libro o documento se encuentra el archivo mencionado del Instituto Distrital de Patrimonio.
ResponderEliminarMuy interesante, quería saber de mí barrio llevo toda mi vida aquí pero solo son 27 años y quiero saber más de este preciado lugar para mí. Me gustaría saber exactamente como lo encuentro el texto completo.
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